Este viernes, 11 de abril, se cumplen 300 años del nacimiento de Juan Bautista Aguirre, el más destacado de los poetas de la época colonial del Ecuador. Pero me pregunto, ¿qué sabemos exactamente de él? A los lectores de poesía les debe resonar el polémico poema Breve diseño de las ciudades de Quito y Guayaquil, cargado de humor e ironía, así como el poema filosófico Carta a Lizardo. Los lectores de filosofía seguramente han consultado su tratado de física, escrito en latín antes de la expulsión de los jesuitas el año de 1767. Los seguidores de Eugenio Espejo están al tanto de las críticas que este le destinó en El Nuevo Luciano. Y los eruditos más chismosos fantasean con que Juan de Velasco, el gran historiador jesuita, lo excluyó por celos o envidia de su monumental antología poética, El ocioso de Faenza, cinco tomos manuscritos parcialmente inéditos pese a la destacada antología de Alejandro Carrión. Asentado por su propio talento como una de las voces poéticas más destacadas de la Colonia, la historia de Aguirre es un misterio. O un silencio, para ser más exacto. Aguirre nunca se preocupó por publicar su obra poética, tampoco ninguno de sus tratados. Todo lo dejó en manuscritos. Recién desde el siglo XIX, episódicamente, se reprodujeron algunos de sus poemas. No sería hasta 1943 que Gonzalo Zaldumbide publicó una selección, y hasta 1959 que Aurelio Espinosa Pólit corrigiera los errores de los poemas antologados. Luego, en 1971, se descubrió en la biblioteca de los padres carmelitas de Cuenca otro grupo de poemas que se dieron a la luz en 1979 en una edición del padre Julián Bravo. Campo de especialistas, al parecer los estudios sobre la obra literaria de Aguirre, luego de los libros de Cevallos Candau (1983) y Alex Lima (2017), se han detenido, no así los de su importancia en el pensamiento filosófico. Semanas atrás, el investigador Marco Ambrosi de la Cadena presentó en Flacso Quito su conferencia “La red intelectual jesuita en la Audiencia de Quito: manuscritos y pensamiento de Juan Bautista Aguirre”. Le pregunté si encontró correspondencia de Aguirre. Ninguna, respondió.

Mencioné a Juan de Velasco porque sirve como contrapunto a la voluntad de silencio de Aguirre. Velasco se preocupó por difundir la situación de los jesuitas expulsados de las colonias y particularmente estuvo interesado en difundir su Historia del Reyno de Quito. Aguirre, en cambio, parece que quiso desaparecer. Aunque no podía pasar desapercibido. Ocupó cargos no menores como rector del colegio de Ferrara, entre otras funciones, que culminaron con su traslado a Tívoli, donde coincidió y tuvo relación con Barnaba Chiaramonti, obispo de Tívoli, el futuro papa Pío VII. Todo esto es historia conocida que se ha repetido a partir de los estudios de Gonzalo Zaldumbide. El problema surge si queremos saber más sobre sus intenciones. Zaldumbide apunta que, en los años de Tívoli, Aguirre escribió un Tratado polémico dogmático. Más inquietante es la referencia de un contemporáneo del poeta, Lorenzo Hervás y Panduro, que da cuenta en su libro Biblioteca jesuítica-española (1759-1799) sobre varios de los exiliados, entre ellos Aguirre, del que menciona los manuscritos aludidos (no dice nada de la poesía) y señala también que hay “varios tomos de tratados de teología dogmática” así como “varios tomos de resoluciones públicas de casos morales” y “un tomo latino contra los puros deístas”. A veces en el tratado de física, manuscrito de las lecciones de filosofía que dio en la universidad San Gregorio en Quito, Aguirre se permite expresiones personales, como cuando habla sobre los cometas, entre ellos el cometa Haley, que hizo otra de sus apariciones en 1759: “La tierra que habitamos es patria y lugar de miserias y valle de lágrimas, en que no hay día que esté libre de alguna desgracia”.

No hay ni una sola carta de Aguirre. Tenemos las cartas floridas de otro jesuita expulso, Joaquín Ayllón, donde se queja del exilio en Italia. ¿A quién le podía haber escrito Aguirre? ¿Existe en algún archivo correspondencia que pueda dar cuenta de su circunstancia, de sus gustos y aficiones, o que rinda cuentas de los trabajos que ejerció en Roma o refiera la situación de sus manuscritos, o sobre su poesía? Quizá estén en algún archivo en Italia a la espera de que los especialistas sigan rastreando. Aguirre es solo la punta del iceberg sobre los exiliados jesuitas. Mientras tanto, tenemos su obra poética de juventud, donde probablemente hay indicios bajo las imposiciones formales del estilo barroco de la época. En unos versos se insinúa su temperamento: “Si esto fui, todo ha pasado, / y en mí, de mí, la sombra no ha quedado. / Mi antigua llamarada, tan breve se apagó, con tal presteza, que, convertida en nada, antes que llama se miró pavesa; pues sólo ardió mi luz aquel instante / que a dar ser a mi nada fue bastante”. Pero las revelaciones también son eróticas en su romance A una dama imaginada, donde dice: “Primores y agrados hay / en tu talle y en tu cara; / todo tu cuerpo es aliento, / y todo tu aliento es alma”.

Todavía queda por publicar esos tratados variados y dispersos, con adecuados aparatos críticos. Pero la pregunta por su poesía sigue siendo un enigma. Al parecer lo que conocemos fueron textos que escribió antes de la expulsión a Italia. ¿Existirá más obra poética de Aguirre? Es posible. No creo que Velasco no lo haya invitado a que le envíe poemas para El ocioso de Faenza. Sospecho más bien que Aguirre se excusó o se conocía su alejamiento de la literatura, suerte de destino a la manera de Rimbaud. En cualquier caso, nunca la publicó en vida. ¿Fue pudor lo que tuvo respecto a la obra literaria conforme avanzó en sus estudios científicos? ¿O fue el destierro lo que lo enmudeció frente a un mundo abocado a revoluciones? Como siempre, quedan sus poemas. Habrá que leerlos sin los prejuicios y con paciencia de observador. (O)