La muerte de Fernando Villavicencio, que enluta de una manera inédita e impensable a todo el Ecuador, debe remecernos para que con un profundo examen de conciencia veamos qué parte de culpa tenemos cada uno de los ecuatorianos en esto.

El simplismo lleva a decir que la delincuencia y el narcotráfico se solucionan a balazos, y por otro lado a asegurar que en pocos meses se perdió el país.

El país se viene perdiendo hace muchos años, en los cuales no se habla de amor patrio, porque es un concepto “viejo”. No se enseñan deberes y obligaciones para con los demás, para con la sociedad. Se enseñan derechos, al punto en el cual el derecho de un conejo o una tortuga a existir tiene igual jerarquía que el derecho a la vida humana.

Años en los cuales permitimos que a la Policía se la desmoralizara, que en los cuarteles militares se diera el crimen que las autoridades propongan una lucha de clases entre oficiales y tropa. Años en los cuales la gente, y lamentablemente muchos de los que más tienen, se niega a pagar impuestos, y luego exige dádivas del Estado, pide más inversión, y jamás, ni el pueblo ni sus populistas líderes se preguntan de dónde diablos va a salir el dinero.

Y si existe narcotráfico no es solamente porque hay mafias tenebrosas, sino, en gran medida, porque existe mucha pobreza y desigualdad. Y si existe pobreza es porque las políticas económicas jamás, sí, lo repito, jamás en Ecuador han logrado instituir una economía libre, guiada por un sistema libre de precios y por apertura económica al comercio y a la inversión ofreciendo seguridad. Siempre se ha querido que el Estado lo resuelva todo.

Entonces, todos somos en algo culpables. Todos hemos llevado a esta sociedad al punto en el cual se produce este espeluznante asesinato, que más allá de cualquier opinión o preferencia política que haya existido por Villavicencio, es sencillamente repudiable, inaceptable y desgarrador para lo que es el sentimiento nacional.

El Ecuador puede enfrentar esta tragedia de dos formas: buscando como siempre cada uno con un dedo acusador a los culpables o mirando cada ciudadano, cada gremio, cada grupo, cada organización cuáles son sus obligaciones, ver si las hemos cumplido y meditar luego cómo contribuir para sacar este país adelante.

Pero por encima de todos, los líderes políticos pueden escoger entre el canibalismo de siempre o la auténtica postura de un diálogo sincero, para ponerse de acuerdo sobre esa agenda mínima nacional, que enfrente los gigantescos problemas estructurales que hoy existen, sobre los cuales ningún candidato ha hablado con frontalidad, y peor sobre soluciones reales y técnicas. Este magnicidio debe llevarnos como sociedad a exigir un propósito nacional, un conjunto de objetivos que trasciendan gobiernos, campañas, enunciados políticos y que sean inamovibles, porque sin ellos no habrá crecimiento, no habrá progreso, y seguirá habiendo narcotráfico.

Si el sacrificio de Fernando Villavicencio no logra que el país se una en torno a su destino, su sangre será un desperdicio histórico y su lucha caerá en el vacío. (O)