Se aproxima el Día del Libro y hace poco terminó la Feria del Libro de Leipzig: un evento masivo, maravilloso, memorable. Este año eligieron como tema central una pregunta incómoda y provocativa: ¿quién lee todavía? Son muchas las posibles respuestas: los 283.000 asistentes que llenaron el recinto ferial, los curiosos, los soñadores, los nostálgicos, los que se resisten a vender su alma al vértigo con que hoy vivimos y consumimos. Leer es un placer a fuego lento, un gozo que exige esfuerzo. Y a la pregunta de quién lee todavía me gustaría sumarle otra: ¿cómo leemos?

Estoy de viaje en Lisboa y desde Leipzig me vine trayendo una novela de José Saramago que puebla de fantasmas esta ciudad: “El año de la muerte de Ricardo Reis” (1984). Ni la elección del libro ni la compañía de mi hija en este viaje son casualidad. Fue justamente esta historia la que agarré, hace ya 16 años, al salir corriendo para la clínica donde nacería mi bebé. Mi ingenuidad de madre primeriza me hizo creer que leería, pero recién muchos días después, ya de vuelta a casa y con una niña en brazos, logré reclamar mi rutina de lectura. Durante las largas y extrañamente solitarias horas de la maternidad, me dejaba arrullar por sus páginas mientras esperaba a que la bebé comiera o durmiera.

Tanto tiempo después vuelvo a leer este libro. Asombrada, como si fuera la primera vez, ante la belleza de las palabras, imágenes, pensamientos de Saramago o Pessoa o Ricardo Reis o todas esas voces que resuenan enlazadas como un río donde confluyen todas las aguas. Fluyen las palabras como si flotaran río abajo al ritmo de una música silenciosa que va marcando el ritmo de nuestra imaginación. Conforme avanza mi lectura empiezo a notar olas, ondas y arrugas en el papel, descubro un par de manchas (¿café, chocolate, el óxido del tiempo?). Son las huellas de la vida que transitó por ellas, páginas heridas por las caricias de quien un día las leyera. Esa que fui yo y que todavía soy aunque poco recuerde cómo era esa mujer tan joven recién llegada a Alemania y tan de pronto convertida en madre. La que pasaba esas páginas sentía que había llegado al país más lejano del mundo. Astronauta varada en la Luna, aferrada a las páginas de un par de libros en español como si con ello pudiera salvarse.

De repente siento (no pienso, siento) la importancia, el poder del libro como objeto, su presencia, su compañía, toda la verdad que emana de las cosas que han estado, que han sido paralelamente a nuestros cuerpos y que desafiando al tiempo continúan unidas a nosotros en el espacio. Reconozco todo lo que he perdido (aquello a lo que he renunciado) en esa transición que empecé hace unos años: he ido abandonando el papel para resignarme a la lectura en pantalla, una experiencia que, ahora lo veo claramente, no me basta. La tinta electrónica carece de la sangre necesaria para celebrar el ritual sagrado de la lectura. No tiene páginas de papel que se despliegan como alas, no huele, ni suena, ni acompaña como lo hace un libro entre las manos, dormitando sobre el velador, despatarrado sobre la cama; erguido, enigmático y soberbio, sobre las estanterías que embellecen nuestras paredes. (O)