Para empresas globales, el paradigma de la estrategia competitiva, basado en el liderazgo en costos o la diferenciación de valor para el consumidor, hoy está migrando hacia un modelo donde el éxito empresarial depende de la capacidad de navegar crisis geopolíticas y asegurar privilegios que reduzcan la intensidad de la competencia. A mayor intervención estatal (guerras, normas para arbitrar el comercio, etc.), menor es la dinámica de libre mercado y la rivalidad la definen los pasillos del poder.

Este cambio es demostrable. La guerra arancelaria EE. UU.-China, que impone tarifas sobre más de $ 350.000 millones a bienes chinos, no premia a la empresa más eficiente, sino a la que pueda relocalizar más rápido su cadena de suministro a EE. UU., Vietnam o México, o a la que lograre cabildear exitosamente por una exención. La competitividad se vuelve efecto de la agilidad geopolítica, no de excelencia productiva. Similarmente, el CHIPS Act de EE. UU. destina $ 52.000 millones para subsidiar la producción local de semiconductores, distorsionando el mercado global y favoreciendo a empresas con capacidad de alinearse a los intereses de seguridad nacional de Washington, como Intel, en detrimento de competidores asiáticos más eficientes en costos como TSMC. La guerra en Ucrania ofrece un caso aún más drástico. La salida forzada de más de 1.000 empresas occidentales de Rusia no abrió el mercado a los mejores competidores, sino a actores locales o de naciones aliadas que fueron políticamente aprobados para tomar los activos. El mercado no se conquistó, se heredó por decreto.

La historia valida esta afirmación. Durante la Segunda Guerra Mundial, empresas alemanas como IG Farben prosperaron no por su competitividad, sino por sus nexos con el régimen nazi y el uso de mano de obra esclava, eliminando toda competencia. En EE. UU., la United Fruit Company usó su poder de lobbying y sus vínculos con la CIA para orquestar el golpe de estado de 1954 en Guatemala, asegurando su monopolio bananero y aplastando a cualquier competidor local. El caso de Oskar Schindler (1908-1974), aunque con un fin humanitario, ilustra el modelo a la perfección: su éxito empresarial se basó en un monopolio construido sobre relaciones con oficiales nazis, en un entorno donde la competencia de mercado era inexistente.

La creciente intervención estatal y los conflictos militares subordinan las estrategias competitivas tradicionales a las estrategias políticas. El éxito ya no depende solo de la competitividad de la empresa, sino de su “inteligencia geopolítica” y su capacidad para tender redes de influencia. Las empresas deben, por tanto, adoptar un enfoque dual: mantener la excelencia operativa orientada al consumidor, pero, crucialmente, desarrollar robustas capacidades de análisis de riesgo geopolítico, relaciones gubernamentales y lobbying. Ignorar esta nueva realidad es arriesgarse a perder mercados, no por falta de un buen producto, sino por un veto político o una cadena de suministro rota por un conflicto lejano.

La supervivencia empresarial hoy exige tanto habilidad de mercado como destreza política. (O)