La frase “Lo único constante es el cambio” se le atribuye al filósofo griego Heráclito, 500 años a. C. Hoy este ingenioso juego de palabras es un mantra casi obligado en los discursos corporativos. Pero una cosa es decirlo en una presentación con un fondo de PowerPoint inspirador, y otra es vivirlo en carne propia, todos los días, en una organización en la que el cambio no es un proceso, sino un estado permanente.
Un estudio de la consultora Gartner demostró que en el año 2016 el 74 % de los empleados estaban dispuestos a apoyar los procesos de cambio en sus organizaciones; sin embargo, para el 2022 esta cifra se redujo al 38 %.
Esta tendencia se explica principalmente por el aumento en la frecuencia y el ritmo de las iniciativas de cambio dentro de las organizaciones.
Pero lo que se ha alterado no es solo la velocidad, sino la naturaleza del cambio. Las empresas deben transformarse porque los factores externos que condicionan su éxito cambian constantemente: nuevas tecnologías, comportamientos de los consumidores, regulaciones, crisis geopolíticas, nuevas generaciones con otras motivaciones, entre otros, que configuran un entorno inestable, interconectado y disruptivo.
Un artículo reciente de la revista Forbes aborda el tema de la transformación partiendo de la premisa “¿Se cansa uno de cambiar todo el tiempo?”. Y lo hace desarrollando un concepto interesante: la fatiga del cambio, que hace referencia al agotamiento y la desmotivación que experimentan los colaboradores cuando las organizaciones implementan transformaciones constantes sin una gestión adecuada. Este fenómeno puede llevar a una disminución en el compromiso y la productividad de los colaboradores.
Palabras como resizing, downsizing, organizational alignment, restructuring, reengineering, realignment, turnaround o delayering... pueden hacerle temblar el ojo a los líderes más fieros, que estarán obligados siempre a ser protagonistas en todo proceso de transformación organizacional.
Un camino para superar este desafío es profundizar en la importancia de generar una cultura sólida que prevenga la fatiga del cambio, teniendo claro qué valores, principios y creencias deben mantenerse cuando todo lo que nos rodea está cambiando.
Es decir, la clave como líderes para sobrellevar estos procesos es identificar y transmitir a los equipos qué es lo que cambia y qué es lo que nos sostiene en ese cambio permanente, que generalmente será lo que defina nuestra identidad como organización: el propósito compartido, los valores que guían nuestras decisiones y las creencias que nos conectan como equipo. Es ese núcleo estable el que permite que el resto pueda transformarse con confianza. Cuando los líderes comunican con claridad estos pilares dan sentido al cambio, lo hacen manejable, humano, incluso inspirador. Porque el cambio, por sí solo, no moviliza. Lo que moviliza es saber para qué se cambia, qué se busca mejorar y qué no estamos dispuestos a perder en el camino.
Dos mil años después de Heráclito, los embates de los cambios siguen vigentes, tal vez ya habría que preguntarse si el cambio se habrá transformado en la nueva estabilidad. (O)