Una mujer recorría Rosario en bicicleta. Traía un pibe atrás y una nenita adelante, más un bolso deportivo, con botines y algo de comer en el canasto. La mujer atravesaba las calles en subida, bajada, pasaba por los barrios más difíciles, como una cronopia bajo la lluvia, en el frío, en noche. Ella solo pedaleaba. Nueve kilómetros. Era una bicicleta que se llamaba Graciela. El pibe, que iba en el canasto, era Ángel Di María, el único futbolista de la historia en anotar un gol en una final olímpica, de la Copa América y del Mundial.

En aquel entonces, el padre de Di María era un trabajador del carbón, de los que cortaba los pedazos de carbón y los ponía en bolsas para la venta. No siempre había sido así. Antes, cuando le iba bien, había firmado una garantía para un amigo que compraba una casa. Luego el amigo desapareció y el padre de Di María tuvo que pagar dos casas, además de alimentar a su familia. “Era durísimo estar ahí. Después de un rato, yo me iba al colegio, que estaba más calentito. Pero mi papá se quedaba embolsando ahí todo el día, sin pausa. Porque si no lograba vender el carbón ese día, nosotros no teníamos nada para comer, así de simple. Y yo pensaba, y de verdad lo creía: va a llegar un momento en que todo cambie para bien. Por eso, al fútbol le debo todo”.

Llegó a la pelota por hiperactivo. El pediatra, argentino de cepa, le recomendó a su madre que Ángel hiciera fútbol cuando tenía 4 años, para que desfogue la energía. Luego de meter 64 goles para El Torito, el equipo del barrio, llamó la atención de reclutadores. A sus 7 años pasó a Rosario Central, luego al Benfica de Portugal. En el año 2010, con 18 años a cuestas, se convirtió en el niño que cumplió su sueño más grande: ser fichado por el Real Madrid. Carlo Ancelotti lo puso en la posición de mediocampista ofensivo, junto a Xavi Alonso y a esa fuerza de la naturaleza que es Luka Modrić. Con ellos ganó la Champions League, la mítica décima de su club, que en Lisboa enfrentó a los dos grandes equipos de la capital española y que se transformó con un gol de Sergio Ramos en el minuto 92:48.

Luego estuvo en el Manchester United, el Paris Sant-Germain, la Juventus de Turín y, desde 2023, ha vuelto al Benfica, quizá porque es de Rosario, como Fito Páez, y sabe que hay que rodar la vida y aceptar sus giros (“Flaco, ¿dónde estás? Estoy imaginándome otro lugar”). Y los giros fueron increíbles: En el Real Madrid sirvió con pases a Cristiano Ronaldo, mientras que en la selección argentina lo hizo con Lionel Messi. Vio pasar por sus ojos la Copa del Mundo y la Copa América en tres ocasiones, al ser derrotado por Alemania y dos veces por Chile. Sufrió lesiones y perdió partidos. El equipo que más amó lo vendió. Siguió jugando. Siempre necesario y definitivo. Le regaló a la hinchada de Maradona uno de los tres goles contra la Francia de Mbappé en la final de Qatar. Se va del fútbol alzando, una vez más, la Copa América. Vino del carbón. Llegó a la cancha como una chispa de esa candela y con la fuerza de una bicicleta, pedaleada por una mujer, por las calles de Rosario. (O)