Avanza el proceso electoral, se ha convocado a nuevas elecciones, se designará a los principales líderes de los poderes del Estado, de los que dependerá el inmediato futuro nacional. Como siempre, el dinámico y vigoroso sector agrario confía en que cese la frustración y por fin se inicie un verdadero cambio que conduzca a objetivos de real crecimiento económico y bienestar poblacional del maravilloso ámbito campestre, esencia de la nacionalidad, piedra angular hacia una vida esplendorosa cuando se aproveche su inmenso potencial. Para ello será indispensable el convencimiento de los conductores de la suerte ecuatoriana de la necesidad imperiosa de rescatarlo del ostracismo al que ha sido condenado y descartado en la formulación de promesas, luego incumplidas.

De la profusa difusión de las 17 candidaturas, exhibidas al estilo del tarjetón electoral venezolano, no se atisba en ellas, a excepción de una, vocación agraria y predisposición para entender su carácter prioritario y su desempeño histórico en el convivir nacional, con efectiva influencia y empuje a las otras actividades económicas y productivas que sienten un soplo vivificante cuando la agricultura crece. Casi todas las publicitadas han demostrado su desdén hacia el sector; ni siquiera han encontrado en él, habiendo muchas, una figura que merezca una nominación vicepresidencial, ignorando que el grueso electoral citadino tiene simpatías por las luchas de reivindicación campesina, demostrada en serios estudios sociales latinoamericanos, sin entender sobre todo el latente potencial rural.

El Ecuador, como se viene proclamando sucesivamente, demanda jefes de Estado con alma agrícola, que no es exclusiva para quienes salgan de sus entrañas, sino que comprendan su trascendencia, su rol indiscutible de soporte nacional, que interprete lo profundo de su esencia y tradición agrícola, que se conviertan en propulsores del comercio justo agropecuario, que involucra no solo que los cultivadores de la tierra reciban un precio justo por sus cosechas logradas observando las normas de respeto a la naturaleza, a la seguridad previsional y a la necesidad imperiosa de conservación y, mucho más, de urgente regeneración de tierras fértiles degradadas por el propio ser humano en su voraz afán de extraerles sin devolverles su riqueza nutritiva natural e inconmensurable. Se clama por un conductor nacional que se involucre en el entendimiento de que las tierras de cultivo no son materiales inertes, porque allí habitan macro y micro seres vivos responsables de la subsistencia de las plantas (similares a los millares que moran el propio organismo y que forman la microbiota intestinal o segundo cerebro humano, que cuando actúan equilibradamente impiden el acceso y progreso de enfermedades catastróficas), que evitan males incurables que golpean la seguridad alimentaria mundial.

Se precisan gobernantes que no agoten su tiempo con leyes innecesarias; que la voluntad presidencial, imbuida de innovada agricultura, haga respetar las normas positivas, respaldada por un Parlamento con mayoría del mismo parecer, que fiscalice sin sesgos su observancia y ejecución. (O)