Recuerdo la historia de un corresponsal de prensa inglés que fue asignado hace unos años a Ciudad de México con el fin de cubrir el escenario político de dicho país; una de las primeras reflexiones que tuvo, luego de ver un día la primera plana de un diario con la foto de unos cuerpos colgando de un puente, es si acaso esa imagen tan cruenta y violenta ꟷque en cualquier otra parte hubiese generado una conmoción social enormeꟷ en México había pasado a convertirse en demostración tan repetida que la gente la había empezado a asumir como un símbolo trágico de lo cotidiano. En cierta manera, la violencia está tan desparramada que, bueno, se empieza a pensar que hay otras cosas peores.

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Naturalmente, al cronista le costaba mucho aceptar esa posibilidad, con mayor razón cuando se comprueba el dolor colectivo que produce la violencia criminal, pero también reflexionó si acaso años de esa violencia no habían forjado, al menos en las regiones más afectadas, una percepción de que el problema no tiene solución alguna y, como tal, es preferible no tenerlo tan presente. Si la memoria del mexicano común es persistente, podrá recordar que desde que Felipe Calderón llegó al poder en el 2006 con su anuncio de guerra contra el narcotráfico hasta la fallida proclama de “abrazos, no balazos” de López Obrador, México sigue soportando niveles altísimos de violencia, sin atisbo alguno de victoria en la lucha contra el narcotráfico. Ese es, por supuesto, otro problema, la tesis sostenida por notables pensadores contemporáneos como Mario Vargas Llosa, que es casi imposible que un Estado termine por derrotar al narcotráfico cuando este se ha enquistado en las diversas estructuras de la sociedad, por lo que sugiere vigorosamente pensar en la vía de la legalización del consumo de las drogas.

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Bajo esas lecturas, resulta inevitable hacer analogías con lo que está ocurriendo en nuestro país de forma tan dramática y vertiginosa; solo en la última semana, desde la mayor captura jamás registrada en España de cocaína, con el detalle de que la droga había salido del Ecuador, hasta los motines en diversas cárceles, asesinatos, coches bomba en Quito, miles de historias de extorsiones, etc., para llegar a la reflexión de que quizás ya estamos asimilando esos hechos como parte de nuestro devenir cotidiano, al cual nos hemos visto arrastrados sin poder hacer nada, sin poder decir nada. Y de esa manera vamos asimilando la información de las redes, de los diarios, de los noticiarios, aceptando nuestra total vulnerabilidad y, lo que es más grave, con cero esperanzas de que el Estado, a través del gobierno, quien debería ser el garante de la paz pública, haga algo por nosotros.

La progresiva resignación de una sociedad a estados máximos de violencia puede ser también símbolo de supervivencia o resiliencia, también de decadencia, pero termina siendo una tragedia. ¿Va el Ecuador en ese camino sin retorno? Me temo que sí, pues salvo que ocurra un evento dramático, lo más probable es que terminemos convirtiéndonos en una sucursal de los estados mexicanos de Guanajuato, Chihuahua o Michoacán. Qué triste solo pensarlo. (O)