Hay graves episodios de nuestra vida pública sobre los que reflexionamos muy poco. Los dejamos escurrir simplemente. El pasado mes, por ejemplo, la fiscalía federal de Estados Unidos anunció que el hijo del ex contralor general Carlos Pólit había confesado ser autor de una serie de delitos relacionados con el manejo de fondos públicos por parte de su padre, quien, a su vez, había sido condenado por corrupción por una corte de esa nación. A cambio de esta confesión, que implicaba un ahorro de recursos federales, y de su disposición a colaborar en las investigaciones conectadas, el acusado recibiría una rebaja en su condena. Lo curioso es que la misma persona que en Estados Unidos decidió confesar su responsabilidad en tramas de corrupción que nos afectaban, en el Ecuador, donde había sido acusado de iguales delitos, la justicia lo declaró inocente. Mientras que los jueces ecuatorianos declaran inocente a un individuo de una serie de delitos, en Estados Unidos el mismo individuo decide confesar ser el autor de tales delitos.

Cinco cargos en contra de John Pólit, hijo del excontralor Carlos Pólit, quedarían desestimados por el acuerdo con la justicia de Estados Unidos

Y este no es el único caso. Los mismos hechos, las mismas personas, los mismos conflictos, cuando son conocidos por jueces de otros países o por árbitros o tribunales internacionales, reciben una solución diametralmente opuesta a aquella que dictan los jueces o autoridades ecuatorianos. Soluciones estas últimas que habitualmente repugnan a la conciencia, por el tamaño de su bizarría, el peso de su absurdo y los indicios de corrupción. Es una paradoja que se repite una y otra vez. Es una situación que se explica por ese ejército de hombrecitos de hojalata repartidos por los pasillos del Estado, unos ostentan funciones judiciales, otros crecen en las azoteas de las instituciones y muchos pululan en los sótanos de otras entidades.

Son un tropel de hombrecitos (y mujercitas) de hojalata que alquilan sus devaluadas firmas y empeñan su escasa inteligencia al servicio del poder de turno. Si administran justicia no lo hacen a nombre del pueblo, como dicen, sino a nombre de sus alcancías. Gente minúscula de alma que por unas migajas se prestan a satisfacerle los desenfrenos de ciertos tragaldabas; terminan, así, hundiendo más la imagen del Ecuador a un costo de miles de millones de dólares. No en balde somos una de las naciones de mayor inseguridad jurídica y personal del orbe. Solo en un país lleno de hombrecitos de hojalata como el nuestro puede el poder doblegar al derecho, el dinero a la justicia y el miedo a la verdad. Y hacerlo con tan admirable facilidad y asombrosa hipocresía. Mientras estemos saturados de estos mandaderos anónimos a quienes el poder los puede cómodamente doblar para delante y para atrás como hojalatas oxidadas –hasta echarlos al basurero para luego reemplazarlos– seguiremos atrapados en el fracaso. No, no es una coincidencia que el narcotráfico haya echado raíces entre nosotros. Las élites políticas y económicas les han asfaltado el camino, y se lo siguen facilitando, al haber convertido a nuestras instituciones en un circo de marionetas. Es así como han castrado al Estado de derecho en el Ecuador; y todo para llenarles los bolsillos a unos pocos, en unos casos, o para perseguir adversarios políticos o satisfacer enfermizas venganzas, en otros.

Y luego se escandalizan cuando nos llaman narcoEstado. (O)