Las circunstancias sociales y políticas del mundo y del Ecuador son complejas y en muchos ámbitos muestran un gran deterioro. Las estructuras normativas construidas para encauzar o delimitar la acción de individuos y organizaciones de toda índole, son permanentemente violentadas por quienes tienen poder en cualquiera de sus expresiones: económico, político, empresarial, sindical y también por quienes aspiran a alcanzarlo para ejercerlo.

La tradicional moral cívica personal y social es vapuleada por realidades cotidianas dibujadas por el abuso de quien puede hacerlo, porque la impunidad es cada vez mayor y está instalada, sobre todo cuando se trata de gente que puede alcanzarla desde la amenaza, intimidación u otras formas de corrupción, ya normalizadas entre nosotros. Los referentes ideales de ser y actuar, que fueron asumidos civilizatoriamente, no lo son más, por la crisis esencialmente moral del planeta. Los poderosos creen, y de hecho lo hacen, que pueden imponer su voluntad al margen de las convenciones morales y jurídicas aceptadas y los ciudadanos, con ese ejemplo, hacen lo propio. Es una época de transgresión e invalidación de los conceptos de convivencia que se gestaron a lo largo de la historia y adquirieron su forma actual en el siglo XX luego de las dos guerras mundiales.

En ese escenario, alevosamente, la fuerza del poderoso vuelve a imponerse. Esa realidad está presente en el mundo internacional y también en el nacional. El marco jurídico es arrasado por quien puede hacerlo. Categorías como soberanía, respeto al derecho internacional, imperio de la ley, legitimidad y otras, caen diariamente como castillos de naipes, cuando el poder se ejerce descaradamente. Los conceptos de igualdad, respeto y responsabilidad son destrozados por quienes se consideran superiores y se sienten prisioneros de las instituciones democráticas. El pueblo replica esos comportamientos en la cotidianidad de la vida social.

Ese actuar es aceptado e incluso celebrado por la gente. Siempre ha sucedido lo mismo. El deterioro social de ciertos momentos históricos, encuentra en el autoritarismo a su respuesta más a la mano o básica. El dolor y la frustración de no poder convivir y progresar, produce adeptos a la toma de decisiones que proviene del ejercicio de la fuerza, sin que importe nada más. Así, lo más precario de la condición humana, como puede ser el servilismo al poder y el abuso a los más débiles, se impone como forma cultural. Sin embargo, después del impacto inmediato de las acciones del autoritarismo, que pueden resolver algunas situaciones críticas, los déspotas se entronizan en el poder, quieren perpetuarse y en muchos casos lo logran. En esos momentos, el clamor por un mejor orden que se deriva de sistemas de convivencia en los cuales se reconoce la voluntad de todos, se hace presente.

La solución sigue radicando en la importancia del respeto a las normas, que para su vigencia requieren de condiciones sociales de vida más equitativas y de ciudadanos cívicamente formados. Sin el tratamiento adecuado de esos dos elementos de la cotidianidad, nuestra historia continuará por el amargo derrotero de la frustración y la vergüenza. (O)