El 30 de abril de hace 50 años, a eso de las nueve de la mañana, comentábamos en los patios de la Universidad Católica de Quito que diario El Comercio “no había circulado”, pero minutos después llegó Jorge Ortiz con un ejemplar. Él, que conocía del funcionamiento de los periódicos, puesto que trabajaba en el mencionado rotativo, comentó que seguramente el retraso se debió a que cambiaron de portada. En ella, a toda página se informaba “Cayó Saigón”. La toma de la capital de Vietnam del Sur había ocurrido poco después de la medianoche, hora de Quito.
En realidad, el destino de esa ciudad, y de toda Indochina, quedó sellado con la firma de los Acuerdos de París en enero de 1973, que establecían que se respetaría la independencia de Vietnam del Sur y su régimen democrático. Este tratado fue negociado por Henry Kissinger, entonces consejero del gobierno de Richard Nixon, presidente de Estados Unidos; y por el delegado de Vietnam del Norte, Lê Ðức Thọ. Lo firmaron los cancilleres de los tres países implicados y una representante de la guerrilla Viet Cong. Jamás entró en vigencia, Vietnam del Norte y sus socios guerrilleros no tenían intención de detener el conflicto. Suscribieron el instrumento como una “estrategia revolucionaria”, intuyendo que los únicos que cumplirían sus compromisos serían los americanos, quienes necesitaban del documento para dar una apariencia honrosa a su salida de esa guerra, cuyas pérdidas económicas, políticas y humanas habían sido muy altas.
El propósito del gobierno de Washington no era ocupar Vietnam del Norte, sino evitar que se apoyara al Viet Cong. Estrategas estadounidenses afirmaron que se estaba haciendo una guerra de desgaste, donde se debía hacer una guerra de aniquilación. Este era uno de los puntos calientes de la Guerra Fría, probablemente el más ardiente. La Unión Soviética, China Popular y todo el bloque comunista estaban dispuestos a apoyar al régimen de Hanói hasta la victoria, voluntad que no tenía contraparte en Occidente, curado de espanto por el descalabro sufrido por Francia en esas mismas tierras, pocos años antes. Era más elegante salir despidiéndose que ser echados a patadas. Con el retiro de las tropas americanas comenzó la debacle de Vietnam del Sur, Estado que dejó de existir ese 30 de abril.
El pastor que sobrevivió 17 años en un ejército olvidado en la selva
El Parlamento noruego, tan frecuentemente desacertado, concedió el Nobel de Paz a Kissinger y a Lê Ðức Thọ, por su éxito diplomático, mientras la muerte seguía reinando en las selvas y arrozales de Indochina. El vietnamita tuvo la decencia de rechazar el premio, el otro se lo embolsó sin vergüenza. En uno de los pocos reflujos en los que el ejército survietnamita recuperó el control de una zona tomada por los comunistas, se encontraron vastas fosas comunes que advertían de la represión feroz que esperaba a quienes no fueron sus partidarios. El pánico se apoderó de la que había sido por siglos capital del país y se produjo un desesperado éxodo, que será siempre recordado por las patéticas escenas de personas que se agarraban a las ruedas de los aviones o a los patines de los helicópteros, para caer al vacío a los pocos segundos. Trágico símbolo de una época que terminaba. (O)