Siempre nos da por recordar. Cuántas vivencias surgen del camino trazado por la memoria. Reparo en los detalles, sentidos y vínculos que rodean al acto del compartir recuerdos. Es un ejercicio personal que cobra sentido a medida que, en mi caso, se mira hacia atrás y se trata de poner en orden el presente. Tengo tan clara la escena en la que mi abuelo me compartió una anécdota de su niñez. Debo agradecer el regalo del momento: contar con la compañía atenta, plegada a la conversación, lejos de celulares disruptivos que roban las miradas de los interlocutores. Contacto humano en todo su esplendor y la comprobación de que las palabras fortalecen vínculos.

Vuelvo al pasado y pienso en la persona que era en ese momento. Sé que esa vivencia no significaba nada para mí. Minimicé la importancia de aquel relato personal. En todo caso, escuchar a mi abuelo recitar el “Abecedario para un niño” hace recrear la singularidad de una voz adulta –que alguna vez fue infantil– cuyo énfasis variaba, según las palabras iniciales de las estrofas del poema de Olmedo: “Amor de patria comprende/ cuanto el hombre debe amar:/ su Dios, sus leyes, su hogar/ y el honor que los defiende”. Me causó gracia saber que la generación de mi abuelo aprendió a recitar tal poema en su temprana edad. En mi poca comprensión del instante, refutaba la idea absurda de obligar a los niños a recitar versos ininteligibles para su escasa experiencia de la vida. Ahora que miro hacia atrás, tal vez ese no era el punto de la discusión. Había algo más. Mi abuelo me legaba un archivo para la memoria afectiva. A esa que regreso una y otra vez, sobre todo en su ausencia. Puedo recrear con las licencias de la imaginación el vínculo que hay entre las palabras y los apegos que blindan mi vida. También sucede que la memoria de los demás me hace sentir que he llegado tarde a escenarios donde la vida era más favorable. He escuchado tantas veces con cuánta facilidad las personas recorrían Guayaquil. Caminar por la ciudad era seguro y el escaso tráfico hacía de la movilidad una experiencia llevadera. Pienso en el cuento “Los espacios reservados” del guayaquileño Walter Bellolio. El personaje principal logra con mucho esfuerzo comprarse un carro y transmite con entusiasmo los beneficios de poseer un vehículo propio. La felicidad le dura poco al descubrir que no hay donde parquearlo porque todos los lugares de aparcamiento tienen dueño. La literatura conduce a la comprensión y a las preguntas. Será que Bellolio se anticipó a los problemas de movilidad urbana, agudizados hoy en calles abarrotadas y señaladas con conos anaranjados. Puede ser, pero lo indiscutible es que la literatura siempre nos ayuda a la comprensión y a generar nuevas preguntas.

Jamás renegaré del avance urbano ni del importante desarrollo tan necesario al que deben encaminarse nuestros espacios de convivencia. Sin embargo, los ciudadanos vamos buscando formas de armonizar con nuestro entorno. Para eso vuelvo al baúl-anecdotario en el que Guayaquil es la memoria del lugar seguro que anhelo, esquivando el presente lastimero y retomando imágenes donde rescato la mejor versión de la ciudad. (O)