La independencia frente al imperio español no era el objetivo del Libertador, sino tan solo un paso hacia un fin más elevado. En una circular de 1824 invita “a las Repúblicas Americanas, antes colonias españolas” a reunirse en una “Asamblea de Plenipotenciarios” para instituir un poder político superior al Estado nacional. Su invocación era una respuesta a lo necesario, pues vislumbraba “nuevos enemigos y los nuevos medios que pueden emplear”. El fenómeno que distinguió Bolívar sigue no solo vivo sino más fuerte. Y el camino es todavía el mismo, pues “la naturaleza nos dio un mismo ser para que fuésemos hermanos”. La diferencia es que nuestro tiempo refleja un estado avanzado de la descomposición de la sociedad. Es algo que podemos entender mejor desde la revolución mundial, que es el proceso mediado en la colisión directa de la técnica con los límites planetarios.

Por eso hoy observamos con mayor claridad una unidad política incluso más grande que la continental, cuyo advenimiento hemos llamado la metamorfosis mundial. De hecho, esta es precisamente la razón que animó a Bolívar; en la misma circular que invita a una asamblea supranacional detalla que “el movimiento del mundo lo acelera todo, pudiendo también acelerarlo en nuestro daño”. Como en ese entonces, conviene no descuidarse por el (inter)nacionalismo, que es un orden inferior ahora dominado por EE.UU. como demuestra su bruta política exterior, sea un abrupto corte de ayuda humanitaria o una abusiva política arancelaria. Y contrario al discurso de los BRICS, balancear esta dependencia con órdenes “revisionistas” supuestamente alternativos solo parece parcelar la fragmentación impuesta a nuestra región. Hemos insistido en señalar la Alianza para la Seguridad secretariada por el BID como un indicio de vía que no hay que desaprovechar. Un Estado continental podría sobrevivir a la metamorfosis, no así los Estados nacionales. Cabe preguntarse si nuestros líderes están al tanto de este asunto.

Para enfrentar este desafío que históricamente ha sometido a nuestra región a un dividir y conquistar de naciones imperiales es necesaria la integración, pero ¿integración de qué? Podemos abordar esta cuestión atendiendo a los nombres de nuestra tierra. La designación lingüística y cultural América Latina es generalizada. Se ha usado de un modo más restringido Hispanoamérica o más amplio Iberoamérica. Son calificativos que reflejan nuestra herencia colonial desde el exterior. Luego aparece el romántico “Abya Yala”, un nombre autóctono para la tierra prehispánica que se traduce como “tierra de plenitud” o “tierra vital”. Claro es que, con todo, no hay nominación que debidamente sintetice nuestra identidad, que no es ni extranjera ni nativa sino mestiza. Así se juega el destino de “nuestra América” (Martí). Es una tarea pendiente, síntoma del sonambulismo en que nos encontramos.

¿Qué se requiere para una integración regional ya tantas veces ensayada? Anotemos que lo dado hasta ahora es una “integración al revés”, según la acertada reflexión de Andrés Oppenheimer. Es decir, inspirada por meras ideas e ideologías. Para enderezar el camino es preciso apoyarse sobre factores objetivos o concretos, como las cualidades orgánicas del crimen o la masificación de la revolución mundial. Esto último divisado por Bolívar ya dos siglos atrás. Para mediar aquellos factores llegamos al límite que apuntamos en todas nuestras notas: no podemos avanzar sin recobrar nuestra sustancia, lo real debajo del simulacro. Aquí la figura del individuo no nos ayuda porque, como las fronteras nacionales, es de papel. Nos referimos más bien al interior de lo que en efecto existe. Siendo común (santo, dicen los cristianos), el espíritu es igualmente único en cada persona (por ende, singular). En cuanto al tema que nos ocupa, felices son las palabras del expresidente colombiano Carlos Lleras Restrepo: “la integración es el camino, la integración es el destino, la integración es el tamaño, la integración es el espíritu.” “Para nosotros”, proclamó Bolívar, “la Patria es América”. (O)