Hay que aplaudir que la Asamblea Nacional del Ecuador llegó a un acuerdo de manera eficaz, y por el momento elegante, para instalarse y realizar el cambio de mando sin los escándalos a los que nos hemos acostumbrado durante la vida democrática del país. No hay lugar para mantener en vilo a la población, a los acreedores, a los países con los que se comercia. Las alianzas entre partidos políticos es lo que se estila en países funcionales y supone, también, un respeto hacia los votos de diferentes sectores por quienes desean que sean sus representantes.

El problema es que, en el caso de Ecuador, las negociaciones no se dan para alcanzar metas programáticas a las que aspiran los diferentes grupos en defensa de los intereses de sus votantes. Las conversaciones se realizan entre dos líderes que tienen poco contacto con sus bases, que solo tienen en común una enorme aspiración por un poder que únicamente pueden detentar tras bastidores. No piensan igual, no tienen la misma visión sobre las necesidades del país, ni las soluciones a los problemas más acuciantes. Inseguridad y violencia, limitado crecimiento económico e incremento de la pobreza, desafíos en higiene y control ambiental.

El presidente Daniel Noboa empieza con muchas debilidades, muchas más que las de su antecesor, quien ni siquiera pudo terminar su mandato. No tiene todavía gabinete y ha nombrado a dos altos funcionarios para luego prescindir de ellos o cambiarles de cargo; comunica poco, como si todavía no saliera de su asombro de haber ganado ni la primera vuelta electoral; y guarda tal distancia con su vicepresidenta que en plena transición ella prefiere ir de paseo al certamen de Miss Universo a estar en el país. Encima de todo, sus declaraciones más recientes en Estados Unidos volvieron a disparar el riesgo país por encima de los 2.000 puntos.

¿Qué implica entonces para Noboa y el país la alianza lograda en la Asamblea Nacional al inicio de este mandato presidencial? El mayor bloque legislativo pertenece a la primera fuerza política del país, la Revolución Ciudadana (RC), que responde a una agenda unilateral y personalista, sin espacio para el diálogo. Como hemos experimentado antes, la condición para gobernar será aceptar demandas que para un sector de la población son inaceptables, como la amnistía para antiguos dirigentes de la bancada de RC. Ceder le quitará a Noboa la expectativa juvenil de que traiga un cambio, pero negarse le impedirá crear leyes para cumplir con sus promesas de campaña.

Ciertas elecciones para miembros del gabinete dejan entrever que, a pesar de que su mayor flaqueza es la falta de una amplia experiencia política, es posible que le convenga más guiarse por un instinto empresarial. Noboa debería tener claro qué está dispuesto a perder y ganar, y qué le conviene más al país, antes de seguir designando funcionarios y llegar a pactos con los asambleístas. El nuevo presidente debe explotar sus dotes de liderazgo, toma de decisión y visión estratégica; no puede dejar de comunicarse a la hora de resolver problemas desde el primer día. Y, ante todo, rendir cuentas a su electorado. (O)