Si en estos días se encuentra aburrido, le invito a leer un divertido libro titulado La vida eterna, de Fernando Savater. El texto tiene seis capítulos; en él se cuestiona la forma en que razonamos sobre nuestra propia muerte. Dentro de los argumentos se evidencia la facilidad con la que imaginamos el fallecimiento de otros, mientras nuestra propia desaparición parece algo lejana.

Aunque se dice que no hay muerto malo, Savater –evocando a Freud– recuerda que reaccionamos diferente según quien muere; por ejemplo, si el fallecido es un enemigo, casi “sentimos gratitud”. Pero si quienes fallecen “fueron temidos y obedecidos durante su vida son luego públicamente ridiculizados por sus vasallos” (p. 50). Aquello da cuenta de la conveniencia con que se mueven sentimientos, ideas y emociones, particularmente cuando no hay valores y fe.

Los candidatos parecen actuar del mismo modo respecto a sus promesas (a conveniencia y sin responsabilidad). Durante la campaña electoral que concluye se escucharon diversos ofrecimientos. Y el ambiente electoral generó afirmaciones como las siguientes: que se bajaría el IVA, se devolverían los subsidios y/o se los aumentaría. Sin embargo, la mayoría de esas parece una tomadura de pelo, ya que no logran responder al menos a dos preguntas: ¿cómo financiarían sus ideas?, ¿qué mecanismos legales usarán para concretar sus promesas?

De ahí que, para ser candidato, debería ser requisito aprobar un examen que evalúe sus conocimientos respecto al funcionamiento del presupuesto general del Estado y la situación actual de deuda externa que heredamos. Otro examen que deberían aprobar es sobre el conocimiento del marco legal que rige en Ecuador, para que dimensionen el camino que deben transitar para incorporar nuevas condiciones jurídicas.

Pero ya que el conocimiento no es suficiente y una golondrina no hace verano, también los partidos políticos y agrupaciones deben garantizar una formación integral a sus militantes, para que se conviertan en colaboradores eficientes y no un coro de gente que solo hace lo que se le dice, cuando se le pide, aunque vean que las instituciones se caen a pedazos.

Así, los candidatos y las autoridades deberían pensar en la transitoriedad de su momento, pero se olvidan de su propia caducidad. El entusiasmo con que se convirtieron en candidatos y luego autoridades pronto pasará; pero, al igual que respecto a la muerte, parece que el cerebro elude pensar en ese momento, en el que el poder termine.

Y tener el poder debe ser muy divertido y fascinante; gracias a él hasta los ateos se inclinan y se declaran creyentes, los detractores se convierten en colaboradores cercanos. Lo triste es que antes embaucaron a sus predecesores y envuelven a quien tiene el poder de turno. El poder de decidir es una cosa seria; con él se realizan actos atroces y deshumanizados, como lo vemos en diversos rincones del planeta.

Pero volvamos al tema de la muerte. Mientras la mayoría elude el asunto, la religión tiene la virtud de recordarnos que por nuestras obras seremos juzgados aun después de nuestra existencia. (O)