Daniel y Alejandro eran todavía pequeños cuando yo imaginaba nuestra vida a futuro. ¿Conversaríamos del todo y de la nada? ¿Seguiríamos vibrando con la música? ¿Iríamos de aventuras por el mundo? ¿Recordaríamos anécdotas y reiríamos hasta dolernos la panza? ¿Nos abrazaríamos efusivamente en las idas y venidas?
No sé cuándo, pero fue. Un día éramos la vida imaginada, cantando Bohemian Rhapsody y Love of my life, California dreaming e Imagine, My way y For once in my life, Yolanda y Contigo a la distancia, Corazón partío y No sé tú, O sole mio y más.
Nos emocionaba escuchar a los Beatles, James Taylor, Barry White, Simon & Garfunkel, el Cigala, Manzanero, Luis Miguel, Mercedes Sosa, J.M. Serrat, Il Divo, Diana Krall, Cristina Aguilera, Celine Dion, E. Fitzgerald, Whitney Houston.
Vibrábamos al son de Gipsy Kings, Feliciano, Santana, Celia Cruz, R. Blades, G. Santa Rosa. Fugábamos de lo terrenal con Piazzolla, Edith Piaf, R. Villazón, Anna Netrebko, Plácido Domingo, L. Pavarotti, A. Bocelli.
Conversábamos de política, religión y arte, del trabajo y las parejas. Viajábamos a lugares vislumbrados mucho antes y volvíamos vestidos de recuerdos. Ninguna señal en contravía podría desviar el asombroso camino por andar.
Confundidos en la nostalgia marcarían su historia los cuentos al dormir, las primeras palabras, el sabor del helado, Mario Bros y el Nintendo, Pac-Man y las Tortugas Ninjas, el enorme demonio de Tasmania, las canciones de Enrique y Ana, las fotos con Barcelona, la pesca de truchas, los acuarios y el perrito Frenchi, las pijamadas con amigos, la colección de carritos y camiones, las continuas travesuras, las noches de fideos con albahaca, las piedras recogidas en la playa, los enamoramientos.
Francisco y el ‘Lunes del Ángel’
Escondidos en ayeres y rincones quedarían los monstruos bajo la cama, las urgencias médicas, las pruebas escolares, las penas sin nombre, los bruscos accidentes, la tristeza de una pérdida, los cariños vencidos, los rituales del desorden, el naufragio de algún sueño, los adioses incompletos.
Mis hijos, ¿cómo decirlo? Ellos son para mí como lo insondable del mar y el mágico rugido de sus olas al volverse espuma. Como luces de estrellas incrustadas en la noche. Como almas guerreras en su encuentro con serpientes. Como robustos robles resistiendo las tormentas. Como alas palpitantes buscando su misterio de ser en las fronteras.
Ellos son mi ancla a lo infinito, los anhelos en la vida asperezada, mi voz y mi silencio en tiempos crudos, la armonía del turquesa en mi arco iris, los contornos de mi cuerpo fatigado, los resortes de la calma y el enojo, los acordes de mi antigua guitarra, el cristal de lágrimas ajenas, la alegría del instante eterno, el verbo insumiso de mi sangre, el enigma esencial de la existencia. Son mi memoria del caos y las estrellas danzarinas de Zaratustra. Son el Aleph de Borges y todos los puntos del universo.
Y aunque son huesos de mis huesos y tienen tanto de mí como yo de ellos, sé que no me pertenecen. Solo soy su lugar de origen, el arco desde donde las “flechas vivientes” de Kahlil Gibran, apuntan libremente a su destino. Yo simplemente los amo. (O)