Hace un mes decía en esta misma columna que Bergoglio no era Francisco. Entonces acababa de morir el papa y ahora lleva unas semanas León XIV en el trono de Pedro. Me lamentaba entonces, con el papa recién muerto, de algo que ocurrió en la Argentina durante todo su pontificado: los argentinos no lo dejamos ser Francisco porque siempre fue uno de los nuestros que había llegado lejos, y como tal le exigimos pensar y actuar como si estuviera todavía en Buenos Aires, ocupándose de nuestros asuntitos domésticos: la política, la inflación, los sindicatos, el peronismo, el fútbol, San Lorenzo de Almagro.

Para confirmar que Francisco ya no era Bergoglio está el testimonio de los que lo habían conocido como jesuita u obispo en Buenos Aires y luego volvían a verlo ya como papa en Roma. Todos decían que estaba irreconocible hasta en su humor y que se había convertido en otra persona. Se había vuelta hasta chistoso el que era bastante serio antes.

Hay que volver atrás en la historia para comprender cabalmente este fenómeno. Cuando Jesús instituye el primado de los papas en Cesárea de Filipo, le cambia el nombre a Simón, el hijo de Jonás, por Pedro, porque le cambia la misión. Aunque sea la misma persona, Pedro dejó de ser Simón y ese cambio se aplica desde entonces a todos los papas que sucedieron a Pedro, hasta el 267.° que se llamaba y era Robert Prevost y ahora se llama y es León XIV.

Es solo un consejo y para que no nos pase lo que nos pasó con Bergoglio. Un consejo para peruanos y gringos, pero también para el resto del mundo y para todos los que lo conocieron como hincha de los White Soxs de Chicago, como fraile agustino, obispo de Piura o cardenal en Roma, y sobre todo para los especialistas que conjeturan desde su ignorancia que León XIV va a hacer esto o aquello porque cuando era Prevost lo hacía así.

Lamento defraudar esas conjeturas. Todo papa es nuevo y hará lo que le parezca que tiene que hacer, sin importarle su propio pasado que ya no es ni propio, ni las presiones de este mundo, ni siquiera las de Trump, ni las de los cardenales, ni la de sus hermanos agustinos, ni la de sus parientes, si es que las hay.

Lo de los especialistas haciendo conjeturas se aplica a las que se hacen con cualquiera que llega al poder sin tener en cuenta una realidad que se repite con el 100 % de las personas: el poder siempre cambia a la gente. A algunos los cambia mucho y a otros los cambia menos; a unos los mejora y a otros los empeora; pero lo terrible es que a casi todos los pone tontos.

En el caso del poder de los papas, hay que decir que no es el de los políticos y que siempre hay que esperar que sea para bien, ya que los que lo eligen lo suelen hacer teniendo en cuenta el viejo consejo de san Bernardo cuando le preguntaron a quién elegir: que el santo rece por nosotros, que el sabio nos enseñe, pero que nos gobierne el prudente. Y si somos personas de fe, entendemos que no importa quién sea el elegido, tanto que, si los cardenales quieren al peor de todos se volverá el mejor de todos: 2.000 años de historia y 267 papas lo certifican. (O)