Cuando era muy pequeña, soñaba con tener 15 años, me parecía que era una edad fantástica, pero cuando los cumplí, empecé a soñar con los 18 y ser una mujer independiente por la mayoría de edad, sin embargo, al llegar a ese momento ya trabajaba, me sentía grande y pensaba en tener 21 para ser mayor de edad en el mundo entero, cuando llegué a ese minuto, trabajaba en televisión dentro de un programa de música, me rapé la cabeza y me hice un tatuaje. Sentía que me comía la vida a bocanadas, todo me salía bien, tenía un montón de gente con quien salir y recuerdo esa época como una sonrisa constante. Los 25 me cogieron casada y con un bebé de un año, seguía en televisión, pero en revistas familiares con imagen de mujer seria. En un pestañeo nació mi segunda hija y al mes, cumplí 30 años, pensé que estaba envejeciendo y despertando a la rebelde que vive en mí, me hice tres tatuajes adicionales, todos en los tobillos.
Ser madre de dos niñas me tenía muy ocupada, pero empecé a correr como deporte, cinco años después llegó mi tercera y última hija, seguí corriendo y corrí tan rápido que de repente tenía 40 años, hice dos maratones, empecé a escribir para Diario EL UNIVERSO y sentí de pronto que el mundo empezaba a girar muy rápido. Me asusté con ese número, pero hubo gente mayor que yo que me animaron para subir feliz al cuarto piso y la verdad es que he disfrutado mucho esta década. Estudié tres maestrías (una por cada hijo siempre digo entre bromas), ejerzo el oficio de escritora y profesora, me divorcié, me cambié de casa, vendí mis muebles y compré otros, adquirí cuadros que me hacen sonreír, tengo plantas, también conocí el amor y es un amor bonito con quien miramos juntos hacia un mismo destino a pesar de los problemas que sorteamos con entereza y confiando en Dios.
Así que ahora que estoy próxima a cumplir 50 años y que tengo días en que me asusta el paso del tiempo y que estoy como mis alumnos adolescentes que no comprenden su cuerpo y que muchas veces las emociones me desbordan, he elegido respirar hondo y ver como un desafío esta nueva década. No es fácil, a veces miro atrás y me pregunto: ¿cuál era mi apuro en crecer? La perspectiva de vida y muerte cambia con el paso del tiempo y ahora que he vivido más años de los que viviré, no pienso desperdiciar ni un minuto. La experiencia vivida me ha enseñado que nada es para siempre, ni lo bueno, ni lo malo. Tengo claro que, si uno se topa con la felicidad, debe aferrarse a ella porque si la descuida, se irá volando y solo nos dejará el recuerdo de su presencia. He aprendido también a darme cuenta cuando soy profundamente feliz y agradecer por ello.
Esta columna que inicialmente la pensé como una queja al paso del tiempo, terminó siendo un recordatorio de que cada etapa tiene momentos de luz y oscuridad, que cada risa viene de un tiempo de llanto y que el dinero es como una ola que viene, va y vuelve a venir, pero no debemos ahogarnos ni agobiarnos, por tanto, frente al monstruo de la edad que últimamente aparece para asustarme, hago mía las palabras de Julio Cortázar: “Hay una sola manera de matar los monstruos, aceptarlos”. (O)