La historia es conocida: en la Navidad de 1170, en su castillo de Normandía, el rey Enrique II, furioso por las excomuniones dictadas por el arzobispo Thomas Becket en contra de varios obispos leales a él, exclamó: “¿No hay nadie que me libre de este fastidioso cura?”. Tras escucharlo, cuatro nobles viajaron a Canterbury y asesinaron a Becket. Cuando estalló el escándalo, el rey insistió en que nunca había dado la orden, que todo había sido un malentendido.

Una similar puesta en escena de la misma historia ocurre ahora en México. Desde el Palacio Nacional, el presidente Andrés Manuel López Obrador (que, si no es un poder absoluto, parece aspirar a serlo), furioso contra sus críticos (casi todos periodistas, escritores, intelectuales), emite comúnmente contra ellos, con nombre y apellido, expresiones que pudieran “malinterpretarse”. Pero no lo ha hecho una vez: lo ha hecho innumerables veces, ante millones de personas.

La obra se llama La mañanera, cuyo estreno ocurrió el 3 de diciembre de 2018. Cada mañana de 7 a 10 a. m., cinco días a la semana, el presidente simula una conferencia de prensa en la que se admiten pocos periodistas independientes y rara vez se les permite hablar. En cuanto al vocero de la Presidencia, su principal labor es preparar las preguntas y repartirlas entre los medios incondicionales. Quien habla es el presidente.

Una de las especialidades de AMLO es el ataque ad hominem. Hace cinco años, el escritor Gabriel Zaid compiló una lista de los insultos de AMLO contra todo aquel que desprecia o busca desacreditar. Para entonces la lista llegaba a ochenta, pero ahora deben ser muchos más.

López Obrador incurre también en la difamación y la calumnia. Todo el que lo critica es parte de una conspiración que busca derrocarlo. Todo el que lo critica es un corrupto a quien solo mueve el interés material, tiene dineros mal habidos o aspira a tenerlos. El presidente azuza el linchamiento, como cuando se refiere a sus críticos como “enemigos del pueblo” y exhibe sus datos personales (documentos fiscales, propiedades, fotografías, videos) para revelar su nivel económico, cuyo origen presenta como algo necesariamente oscuro, inconfesable.

En el grupo de críticos que él considera “enemigos”, yo he sido uno de los más atacados. Hasta la fecha me ha citado 298 veces con insultos, calumnias y difamaciones. Aunque AMLO conoce perfectamente mi crítica a cada uno de los Gobiernos mexicanos desde 1970 hasta el actual (documentada ampliamente en libros, ensayos, artículos, videos), me ha acusado de haberme vendido a esos Gobiernos y de conspirar ahora para restaurarlos.

El resentimiento de López Obrador proviene de la publicación de mi ensayo El mesías tropical un mes antes de las elecciones de 2006 (que perdió por un margen de 0,58 %). Me ha acusado de “conducir la estrategia” para derrotarlo; de “pedir a Biden que intervenga para regañarlo” y así favorecer el nombramiento de un embajador de Estados Unidos (sugirió que fuese yo mismo) que trame un golpe de Estado y lo asesine; de “querer que se reprima a la gente”; de hacer un “enorme daño a México”. No hace mucho incitó al público a que lo ayude a averiguar dónde vivo para exhibir esa investigación en los medios.

El presidente sostiene que en sus ataques solo ejerce su derecho legítimo a la libertad de expresión. La jurisprudencia mexicana prevé que las figuras públicas están sujetas a un escrutinio mayor que los ciudadanos particulares. Ese escrutinio puede ser severo, agresivo, incluso ofensivo. Y el umbral de tolerancia ante él debe ser directamente proporcional a su relevancia en la vida pública. Por ese motivo, como figuras públicas, todos los fastidiosos críticos de López Obrador estamos sujetos a ese tipo de trato.

Pero la ley está hecha para proteger la libertad de expresión, no para que el Gobierno la sofoque. AMLO ataca a sus críticos de manera personal desde la sede del Poder Ejecutivo, y usa recursos públicos para hacerlo. Sus mensajes y ataques se difunden íntegramente en la televisión y los medios oficiales, que a su vez se multiplican exponencialmente en las redes sociales. La persecución que ejerce AMLO busca inhibir la libertad.

¿Hay vías legales para enfrentarla? En teoría, sí. En la práctica, no. Uno de los timbres de orgullo de la Constitución mexicana es el llamado juicio de amparo, que protege a los individuos contra los abusos de autoridad del Gobierno. Apelando a esa figura, los agraviados podríamos reclamar la afectación de varios derechos humanos tutelados por la Constitución, como el derecho al debido proceso y garantías judiciales, la presunción de inocencia, el derecho a la intimidad o vida privada, a la honra o la reputación, a la libertad de expresión, el derecho a la difusión de las ideas, el derecho de réplica. Podríamos incluso esperar la reparación del daño moral que se nos ha infligido.

Pero el presidente no respeta los amparos.

Los agraviados podríamos acudir a la Comisión Nacional de los Derechos Humanos en México para luego apelar, en su caso, a instancias internacionales que podrían generar alguna forma de protección. Pero en la práctica, la CNDH mexicana está enteramente supeditada al Gobierno. Y aun si un organismo internacional emitiera un dictamen favorable, el presidente tampoco lo acataría.

A la vista del mundo, AMLO busca destruir el sistema electoral de México y encaminarnos a la senda conocida de un Estado de partido único controlado por un solo hombre. Para acabar con la democracia le estorba la libertad. Los fastidiosos críticos estamos empeñados en señalarlo.

López Obrador dijo que ver el noticiero del periodista Ciro Gómez Leyva podía producir “un tumor en el cerebro” (14 de diciembre de 2022). Al día siguiente, Gómez Leyva sufrió un atentado. Los autores intelectuales del atentado no han sido descubiertos y, con toda probabilidad, nunca lo serán. El presidente declaró que “pudo ser un ‘autoatentado’, no porque él se lo haya fabricado, sino porque alguien lo hizo para afectarnos a nosotros…”.

Quizá solo es cuestión de tiempo para que uno de los críticos de López Obrador sea asesinado. En ese momento, el presidente dirá que se trató de un complot para derrocarlo o, como Enrique II, que solo fue “un malentendido”. (O)