Vi la ceremonia de los Óscar. Es una manera de distenderse haciendo comentarios sobre vestidos y apuestas verbales sobre películas. Pero me dormí a la mitad de la ceremonia. No vi la escena de la bofetada, solo la del llanto de uno de los protagonistas cuando agradeció su premio. Me costaba comprender lo que sucedía, hasta que la joven milenial de la casa, que veía la ceremonia en la televisión y en su celular al mismo tiempo…, comentó la noticia de las redes. Y entonces la conversación giró a temas más profundos: ¿Está bien burlarse de los sufrimientos de otras personas, en público, sabiendo que lo están viendo millones de personas? ¿Cuáles son los finos límites del humor, que haga reír, sonreír, sin humillar?

¿Se justifica la reacción del esposo de la persona aludida y ofendida? ¿Es una manera de defenderla? ¿Cómo manejar la ira? ¿Violencia con violencia?

¿Quién es el agresor? ¿El que responde o el que provoca? El uno, aparentemente, lo hace pensándolo con anticipación, tiene un plan en su discurso, el otro reacciona desde la ira. El uno utiliza palabras y gestos, el otro violencia física, gestos y palabras. En ambos su medio de comunicación es violento, aunque en uno pretenda ser chistoso a expensas de una debilidad.

Algo está claro en esta exposición masiva de conflictos interpersonales, sus etapas y posibles soluciones. Millones estamos hablando de los hechos y tomando partido desde nuestras simpatías, antipatías, saberes o emociones.

Es un espejo en que nos vemos reflejados.

Es evidente que hay errores de las partes involucradas, del público asistente y hasta de los organizadores.

Está claro que es mejor no actuar cuando estamos muy enojados. Hay que esperar un momento por lo menos.

Las intenciones no se ven cuando hay tensión, lo que se quiere decir no aparece. El que habla comunica, el que oye interpreta según su contexto, sus emociones, no hay espacio para aclarar lo que se quiso decir, por eso se reacciona. No hay tiempo para saber si es acoso, falta de respeto, falta de reflexión sobre las consecuencias o falta de empatía para meterse en la piel del otro. Tampoco lo hay para evaluar si es una cuestión de susceptibilidad o mala interpretación o realmente es una afrenta. Definitivamente actuar sobre los hechos, salvo cuando corre peligro la vida, no es la mejor vía para resolver un conflicto, casi siempre lo empeora. Y después el camino a recorrer para enmendarlo es más largo y con escollos.

Gandhi, ese gran maestro de la paz conquistada en uno mismo e impulsada en la comunidad, en el vivir diario, entre países, decía que es mejor hacer algo que no hacer nada. El silencio puede ser una respuesta, pero el someterse a la violencia genera más enojo y violencia y estalla el rato menos pensado.

Por eso pedir ayuda cuando no podemos superar un conflicto es de sabios, reconocer nuestra vulnerabilidad e impotencia es un ejercicio de verdad que no deja a nadie indiferente. Saber aceptar la ayuda es prudencia y reconocer nuestra parte en los conflictos, un ejercicio de autenticidad que nos coloca en el lugar correcto. No somos superiores a nadie, nos necesitamos, estamos interconectados. La luz de cada uno debe brillar para todos. Sentirnos valorados y sabernos valiosos resuelve muchos conflictos. (O)