Es domingo por la tarde, y mientras intento ordenar en mi vida los últimos acontecimientos, se agolpan recuerdos y emociones. La cercanía de la Navidad ilumina algunos espacios públicos con luces brillantes que, paradójicamente, parecen insultar las restricciones que nos someten a la oscuridad.

Recuerdo, entonces, a Carlos, un niño de 10 años de un grupo de catequesis. Llegó tarde a la escuela, y la maestra, molesta, lo reprendió severamente. Su tarea estaba manchada de aceite, y al zamarrearlo de la oreja, le ocasionó una lesión que terminó en el dispensario médico del sector. Conversé con él: -Un viejito necesitaba cruzar la calle, y como estamos preparando la Navidad, pensé que debía ser como la estrella del pesebre y lo acompañé a su casa. La tarea la hice en el banquito donde mi mamá pone las empanadas que vende, y se manchó. No tenía otra hoja. Lo lamento- me dijo.

Crear conciencia

Carlos vivió algo que a menudo olvidamos: la verdadera preparación para la Navidad está en alumbrar desde dentro. Esa luz, aunque hermosa no siempre es cómoda. Trae consigo claridad, revela lo bueno y lo feo, muestra los matices y las sombras. Pero es necesaria para no tropezar en el camino.

La reciente inauguración de la restaurada catedral Notre Dame de París me conmovió profundamente. No es solo un edificio: es un testimonio vivo del esfuerzo colectivo, de miles de manos y corazones unidos en una causa común. No hay firma ni derechos de autor. Lo que vemos –sus torres, vitrales y gárgolas– no existiría sin las vigas y cimientos ocultos que lo sostienen, sin el trabajo invisible que le da vida.

En esta época que valora lo inmediato y ruidoso, olvidamos la belleza de aquello que calladamente da forma a lo que importa: los gestos de bondad que no esperan recompensas, las relaciones que nos sostienen, la empatía que integra diferencias. La restauración de Notre Dame es un recordatorio poderoso: lo extraordinario requiere un esfuerzo compartido.

Este Adviento, en medio de un país herido por la violencia y la inseguridad, surge una pregunta esencial: ¿qué estamos colocando en el pesebre vacío y oscuro de nuestra sociedad? ¿Qué valores, gestos y acciones ofrecemos para que lo que parece roto pueda recomponerse? En una sociedad sometida a la oscuridad externa e interna, quizá la invitación sea alumbrar al otro con acogida, escucha y profundo respeto.

Llega diciembre, mes de esperanza para el mundo

El milagro de Belén no fue un espectáculo grandioso, sino un acto silencioso de amor encarnado en lo pequeño, lo vulnerable, lo aparentemente insignificante. Hoy, cada uno de nosotros tiene la capacidad de ser un milagro para los demás. En cada sonrisa compartida, en cada mano tendida, en cada acto de compasión, tejemos juntos lo que sostiene, lo que cura, lo que redime.

La Navidad nos recuerda algo inaudito: Dios se hizo parte de nuestra historia colectiva, se enredó en ella como las células que forman nuestro cuerpo. Es parte de nuestro común ADN. No se ve en un microscopio, debiera verse en nuestras acciones.

En este país de miedos, angustia y desazón, las fiestas próximas nos invitan a profundizar el sentido de nuestra vida y de la búsqueda colectiva, donde lo mejor de cada uno sostenga lo mejor de todos. Solo así podremos irradiar una luz capaz de mostrar el camino. (O)