Una sede sagrada de la espiritualidad. Para alcanzar Nápoles se precisa una peregrinación por los confines del cine y la memoria. Más latinoamericana que europea, la antigua capital del Reino de las Dos Sicilias existe en la costa del Mediterráneo como si de una fiesta se tratara. Tiene la energía de lo rebosante e inabarcable. Es la intensidad de un carpe diem indefinible, que asume el privilegio de la brisa marina, la histórica conjura de su pizza y el limoncello, que aspira a ser la fiebre del inframundo en la noche eterna de la Campania.
Hoy, la tercera ciudad italiana. La más grande del sur (la zona que Raffaella Carrà amaba). Garibaldi la conquistó para la unificación. Yo la visito con la intención de descubrir una tierra santa, anclada en la historia espiritual del fútbol y de las luchas, siempre metafísicas, de los que no tienen nada y lo sueñan todo. Vengo a Nápoles para rendir tributo al artista. A Paolo Sorrentino lo descubrí cuando su obra maestra, La Grande Bellezza, conquistó las cumbres de la cinematografía mundial. Y desde entonces, se convirtió en mi maestro. He buscado y estudiado todas sus películas y sus series. Cuando todo es confuso, recuerdo que mi deseo es escribir cómo filma Paolo Sorrentino. Alcanzar la sutileza de sus imágenes, detrás de las cuales la complejidad de los personajes descifra el mundo.
Entonces camino por el casco antiguo con el deseo de capturar imágenes. Todo sabe a Diego Armando Maradona: los souvenirs, los murales, los nombres de las bebidas, la música, las santidades y su halo beatífico. Ríos de personas se desplazan, presos del frenesí, por las estrechas arterias decumanas que, como venas abiertas, son la sangre de esta ciudad elegida por Dios. Algo hay de los antiguos universos griego y romano, algo del cine de Fellini y del inmenso Antonio Capuano, algo parecido al precario, pero irremediable gozo de América Latina.
Desde la Cartuja y el Museo de San Martino miro el mar. Desciendo y además de observar los murales que recrean los momentos estelares en la vida de Maradona, encuentro el museo que la familia Vignati –que lo cuidó en su periodo napolitano– hizo con sus reliquias personales: su ropa, los zapatos con los que entrenaba, su raqueta de tenis o el contrato de su traspaso desde el Barcelona. Ahí está el Diego, en la ciudad en que lo pudo todo, a la que en 1987 le regaló la Copa de Italia y la gloria reafirmadora de su historia y su trascendencia.
En la Plaza del Plebiscito recuerdo una de las escenas iniciales de Fue la mano de Dios (2021), en donde la tía Patrizia inicia el extraño camino hacia San Genaro y el monje pequeño, en la oscuridad de la noche y de la vida. A veces las hadas son imperceptibles, pero siempre son definitivas. Sorrentino tuvo que levantar una monumental obra cinematográfica para poder afrontar el origen de todo: la muerte de sus padres en un accidente, cuando él era un adolescente. Murieron por una fuga de gas. Sorrentino se salvó por ir a ver jugar a Maradona. Creyó durante mucho tiempo que jamás podría ser feliz luego de eso. Nápoles, como el cine de Sorrentino, me han recordado que ya somos la felicidad que buscamos. (O)