Vuelvo sobre un tema que me toca el alma. Cualquiera sobrepondría la sensibilidad por todo lo humano encima de la que nos mueve hacia las criaturas animales, más que nada en estos tiempos en que las personas parecen hundirse en los más patéticos problemas. Pero yo le salgo al paso a la indefensión de los seres no pensantes o, tal vez, menos pensantes que los racionales (en respeto a teorías de que cierta clase de actividad cognoscente se agita dentro de los animalillos).
Repetidamente las redes me traen noticias con fotos –qué rápidos con los celulares los peatones que recogen información– del abandono de perritos en la calle de parte de desalmados que los bajan de sus vehículos y no se conmueven ante la mascota que corre detrás de ellos. Y así crece imparablemente el número de los callejeros que deambulan buscando comida y agua, arriesgándose a atropellos y maltratos de gente más mala que los iniciales dueños.
Cualquiera sabe que la relación de los niños con las criaturas domésticas es buena y educativa, que las vidas tiernas se parecen en necesidad de seguridad y afecto y que, estando juntas, crean vínculos en que ambas aprenden. El perro y el gato de casa requieren de tanto aprendizaje como los hijos, en materia de costumbres y hábitos de higiene; yo trato de explicarme la facilidad para desampararlos con la apretura económica que padecemos, porque alimentar y velar por la salud de las mascotas agrega números al presupuesto.
Entiendo también que hay personas que no sienten simpatía por el mundo animal y hasta les tienen temores y rechazos patológicos; esas, simplemente no les dan acogida en sus casas. Pero aceptar un perrito y luego deshacerse de él de la manera más fría es decisión de gente cruel, que no toma en cuenta los nexos que ya labró la criatura con un hogar y unos habitantes. O arrojar a una gata a un parque porque ha tenido camada es igual de repugnante. Los municipios han creado departamentos de protección y ordenanzas que castigan a esos implacables con un mínimo de 10 sueldos básicos y horas de acción social. Pero para protegerlos, la comunidad entera tiene que convencerse del valor de esas vidas pequeñas y de su contribución a la existencia con cataratas de fidelidad y cariño. Y caminar dispuesta a denunciar a los desaprensivos.
Los individuos defensores de los legados familiares o conscientes de rasgos positivos de nuestra educación tenemos mascotas. Hemos crecido siempre acompañados por una que tuvo nombre, personalidad e historia, que mencionamos entre nuestros recuerdos, que aparece en el álbum del pasado o que tiene una tumba en nuestro jardín. Los cambios trajeron otro nombre: ya no somos “dueños” sino “tutores”, ya no los enterramos, sino que los cremamos y una cajita de cenizas luce en algún lugar que favorezca la memoria.
Los actos malvados –que me hacen desearles a sus protagonistas toda clase de sufrimientos– felizmente son compensados por la generosidad de muchos que han fundado refugios o recogen peluditos abandonados para buscarles mejores días. Tengo amistades que llevan alimento a sitios donde se han formado bandas de callejeros; hay universidades cuyos alumnos cuentan con su gato de interiores. Con esos pequeños gestos, la vida parece un poco buena. (O)