El hogar es un rincón del mundo cálido, seguro y nuestro. De niña dibujaba “mi casa” así: un cuadrado con una puerta rectangular, dos ventanas divididas en cuatro por una cruz, un techo triangular (qué difícil era trazar triángulos) y afuera un árbol, un arcoíris y un prado florido.
El hogar es una fórmula mágica hecha de realidad y anhelo. Es una casa, un apartamento, un paisaje.
No es solo un lugar donde permanecemos sino aquel lugar donde podemos ser. Hay pocas cosas más fascinantes que el concepto de hogar: para unos es cualquier rincón del mundo donde puedan habitar en paz con sus seres amados, hacer sopa, acariciar un gato; para otros es hogar solo si sus ancestros yacen en la tierra que les sostiene.
Hay hogares de adobe, ladrillo, bloque, madera, piedra. Hogares como los de los tres chanchitos que se derrumban o arden cuando sopla el viento. Hogares sólidos o precarios, pero hasta los más sólidos ceden ante el poder de la naturaleza herida. Hogares con puertas imponentes que detienen al lobo feroz y hogares de puertas abiertas donde sus habitantes prefieren invertir en una vecindad feliz que en armas y muros para defenderse de sus vecinos desesperados. Hay hogares rurales a ras del suelo donde se entra con las botas embadurnadas de bosque y siembra, y hogares urbanos que se elevan sobre escaleras y laberintos de pasillos, eternas filas horizontales y verticales, mínimos espacios sin vista al cielo.
La casa de mi infancia en Guápulo tenía dos pisos (unas gradas flanqueadas de plantas subían a los dormitorios) y estaba adosada a una larga fila de casas vecinas e idénticas.
Los apartamentos que he habitado en Alemania (de los cuales solo a tres de seis he considerado hogar) siempre han estado en viejos edificios decimonónicos a los que todos los inquilinos entran por el mismo portón tras el cual se asciende a las viviendas por escaleras interiores y centrales. Para entrar o salir de casa debemos, pues, primero atravesar las entrañas del edificio.
Este tipo de distribución bloquea la luz y la ventilación, y así no es raro que la literatura alemana esté poblada de edificios cuyas escaleras huelen a col hervida. En esto, los vecinos del sur fueron más sofisticados (el clima más cálido fue su aliado). En lo que fuera el inmenso territorio austro-húngaro de fines del siglo XIX se construyeron edificios donde para acceder a sus pisos de alquiler los habitantes debían aventurarse por un ingenioso espacio mágico al que llamaron “Pawlatsche”: galerías o balcones situados en torno al patio interior y que sirven como pasillos exteriores para acceder a las viviendas desde las escaleras centrales o el ascensor, favoreciendo así la ventilación y la iluminación natural de los apartamentos. Los Pawlatschen se convirtieron en símbolo de la vida comunitaria pues crean una especie de escenario/palco. A diferencia de la oscura privacidad de las viviendas alemanas, el diseño austriaco es teatral y público, es el diseño arquitectónico de un artista de circo que no le teme a las alturas y que al abrir la puerta de su hogar quiere inmediatamente encontrarse con el cielo, el suelo y la mirada panóptica de sus vecinos. (O)