El Ecuador enfrenta un conflicto armado de peores potenciales consecuencias que el de 1995, el cual culminó con el glorioso triunfo ecuatoriano en el Cenepa.

Pandillas aliadas al narcotráfico enfrentan a toda nuestra sociedad. Cuentan con la enorme ventaja estratégica de la clandestinidad y la dotación de armas sofisticadas y modernas, la protección de leyes y un sistema judicial de absoluta debilidad, el cobijamiento de organizaciones que supuestamente defienden los derechos humanos y el inmenso caudal de dinero que genera el negocio de las drogas.

La guerra del Cenepa fue para mi persona el episodio más duro que viví en el ejercicio de mis funciones de vicepresidente, difícilmente explicable en una corta columna.

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Con la impecable conducción política del presidente de la República, arquitecto Sixto Durán-Ballén, colaboré incondicionalmente en el manejo del conflicto. Aprendimos que la guerra no se gana solamente con armas, estrategia y recursos económicos. Se gana, fundamentalmente, con poder nacional.

Ese concepto implica una nación unificada, identificada por ese conflicto con su Gobierno, un pueblo unido espiritualmente a sus fuerzas armadas, una milicia sujeta al poder civil, con moral alta y espíritu de servicio a su país. Solo así sirven las armas, las estrategias y los recursos económicos.

Hoy mediremos la calidad y patriotismo de todos los líderes políticos. En el 95 dieron la talla, y la población, igual.

Ese conflicto se ganó ampliamente, porque nuestras Fuerzas Armadas tenían una moral muy superior a las del vecino del sur, nuestro presidente unificó a su nación y nuestro pueblo mostró una nobleza e identificación con el propósito de la nación.

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La guerra actual es terriblemente compleja y no tenemos hoy poder nacional, pues no se ha unificado la nación en torno a un propósito. Tenemos heridas en nuestras Fuerzas Armadas y nuestra Policía, producto de deliberadas políticas para debilitarlas, implantadas por quienes hoy son los mayores críticos de la situación y tratan de cosechar con ella. Estamos, por lo tanto, lejos, muy lejos del poder nacional que se necesita para ganar una guerra, y es por ahí por donde debemos comenzar.

El presidente convocó en el 95 a todos los expresidentes y exvicepresidentes de la República. Rivales que ni se saludaban concurrieron a la reunión, y ninguno dejó que sus personales animadversiones pusieran la más mínima sombra sobre el encuentro, incluyendo la pugna de alguno de ellos contra el Gobierno y mi persona.

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La frase “ni un paso atrás” pesó muchísimo, porque se había constituido el poder nacional.

Constituir este poder es nuestra primera obligación como sociedad para ganar esta guerra, que puede acabar con la institucionalidad y convertirnos en un país donde cohabiten “legalmente” el narcotráfico y el resto de la sociedad, con las gravísimas consecuencias que esto implica.

Hoy mediremos la calidad y patriotismo de todos los líderes políticos. En el 95 dieron la talla; y la población, igual. Nuestras FF. AA. respondieron maravillosamente, correspondiendo patrióticamente a la confianza que el poder nacional les depositó.

La historia ya juzgó a quienes participamos en el conflicto del 95. También juzgará a quienes hoy tienen sus responsabilidades. (O)