Sobran razones para odiar los impuestos.

En primer lugar, están las razones Braveheart de los libertarios. Cuando el Gobierno nos obliga a pagar dinero que hemos ganado con nuestro trabajo es como si nos estuviera esclavizando, esto es, obligando a trabajar forzosamente. En segundo lugar, están las razones trickle-down economics. Si se aumentan los impuestos se reduce la actividad económica, pues las empresas y las personas tienen menos dinero para gastar y esa reducción del circulante hace que la actividad económica y la generación de empleo se contraigan. Finalmente, están las razones cínicas. En países como el nuestro, en donde el Gobierno hace poco y lo que hace lo hace mal, pagar impuestos equivale a botar el dinero.

Pero los impuestos juegan un papel importe e insustituible en las sociedades democráticas.

Como decía el juez norteamericano Oliver Holmes, los impuestos son el precio que pagamos por la civilización. Los gobiernos deben hacer ciertas cosas para que nuestra vida sea segura y para que los mercados operen. Y esas cosas cuestan dinero.

Hay que pagar a policías, fiscales y jueces; y hay que ejecutar políticas que reduzcan las asimetrías de información, eviten prácticas abusivas de monopolio, disminuyan las externalidades negativas y protejan los bienes públicos.

Además, y a un nivel más abstracto, los impuestos son importantes e insustituibles porque hacen que las sociedades sean más democráticas. Los impuestos crean una relación entre el Gobierno y los contribuyentes. Los gobiernos sienten la presión de trabajar bien porque, en caso contrario, la gente se va a quejar de pagar impuestos. Y los contribuyentes se saben con el derecho de hacer exigencias al Gobierno y piden respeto por el buen uso de los fondos públicos. No es coincidencia que en los países más avanzados se paguen más impuestos.

A mí me parece que el Ecuador no es un país al que se le pueda aplicar la narrativa del Gobierno tiránico que ahoga a toda la población con impuestos impagables.

Más bien creería que lo que ocurre es que la gran mayoría de gente vive al margen de sus obligaciones tributarias. En el tope de la pirámide social, la gran empresa que con sociedades fantasmas por aquí y por allá coloca sus ganancias en jurisdicciones extranjeras. En la base, la gran mayoría a la que un sistema tributario de “soy pobre, soy humilde, soy pueblo” no los toca. Y en el medio, los comerciantes que viven, si no totalmente, al menos sí en gran parte, en la informalidad.

Así que, al final, es un porcentaje pequeño el de las personas que sí pagan impuestos.

La reforma tributaria no debe apuntar ni a subir ni a bajar impuestos. La reforma tributaria no debería apuntar a crear más impuestos a los pocos que pagan.

Si se necesita recolectar más impuestos, la clave está en llegar a más personas: a los de más arriba evitando la evasión; a los de más bajo, creando un régimen tributario que, aunque sea de forma mínima y en proporción, los incluya; y, a los del medio, creando los incentivos para la formalización de los negocios. (O)