Según el Democracy Index 2020 (The Economist Group, 2021), 70 % de 167 países presentan su peor puntaje desde 2006. Considerando cinco categorías (proceso electoral y pluralismo, funcionamiento del gobierno, participación política, cultura política, y libertades civiles), 23 países viven en democracia plena; 52 con democracia imperfecta; 35 en régimen híbrido; y 57 bajo régimen autoritario.

De 24 países latinos, Uruguay (puntaje 8,61), Chile (8,28) y Costa Rica (8,16) califican como democracia plena. Trece, incluido Ecuador (6,13), en democracia imperfecta; cinco en régimen híbrido (El Salvador, Honduras, Bolivia, Guatemala y Haití); y tres en régimen autoritario (Nicaragua, Cuba y Venezuela).

Entre 2006–2019, Ecuador mejoró su puntuación de 5,64 a 6,33. En 2020 bajó a 6,13, con el puesto 69 del ranking total: proceso electoral y pluralismo (8,75), funcionamiento del gobierno (5,00), participación política (6,67), cultura política (3,75) y libertades civiles (6,47), lo que evidencia la pobre implicación ciudadana en la vida pública.

Fundamedios (2022) concluye que los ataques a la prensa pusieron en jaque a los sistemas democráticos de la región y penetraron en las sociedades más sólidas en cuanto a defensa de libertades; y que en el Ecuador creció el clima de inseguridad con amenazas del sector estatal y el crimen organizado, por lo que se prepara, con varios poderes del Estado, una “agenda de políticas públicas, reformas legales, acciones y correcciones” que garanticen derechos.

La democracia es una obra de arte, sostenía H. Maturana. Ciertamente, gobernar desde el desorden democrático en el interregno del siglo XXI, requiere de liderazgos que trasciendan los extremismos de izquierdas y derechas, y generen esperanza y legitimidad en sus acciones. Éric Laurent, connotado psicoanalista francés, afirma que no es época del surgimiento de padres–monstruos devoradores (Hitler, Mussolini), con quienes las cosas eran de una sola manera; había una doctrina. Finalizada la era del patriarcado, surgen líderes autoritarios, inconsistentes, populistas y narcisistas que “no restablecen la nostalgia de la autoridad perdida”.

Lo ha dicho también Z. Bauman: líderes autoritarios, inconsistentes, erráticos, sin soluciones innovadoras para los retos de la globalización. Si antes el poder político del estado–nación se justificaba por su capacidad para protegernos colectivamente, ahora es impotente ante los poderes económicos globales. Se ha perdido la confianza en el liderazgo político [institucional e interpersonal, añado], y no sabemos cómo recuperarla; el debate debería centrarse en cómo bordear ese vacío.

Es imprescindible recobrar el diálogo con quienes piensan distinto; planificar a mediano y largo plazo; priorizar educación, salud y empleo; generar mayor equidad; promover la ejemplaridad pública. ¿Qué hacemos para que nos escuche nuestra disfuncional clase política y la apática legión de ‘habitantes con cédulas’ (F. Huerta), que se resiste a ser parte del redireccionamiento de un país extraviado en el laberinto de las malas compañías? (O)