Con la aplicación de la “muerte cruzada” se ha abierto nuevamente el juego electoral. Iba a escribir “juego democrático”, pero creo que eso sería demasiado optimista. La Corte Constitucional, en los autos de no admisibilidad de las demandas contra el decreto 741 con el cual el presidente Guillermo Lasso disolvió la Asamblea Nacional y activó el mecanismo de “muerte cruzada”, lo expone con absoluta claridad: con la muerte cruzada el poder de decisión vuelve al soberano y, por lo tanto, ningún juez puede admitir demandas que signifiquen coartar este proceso genuinamente democrático (la cita no es literal).

Hay que reconocer que, en teoría, el recurso de la “muerte cruzada” parecía poco prometedor y, de hecho, en muchos análisis a nivel internacional se planteaba que su aplicación iba a generar más problemas y profundizar la crisis política, pues se preveía una intensa conflictividad social. Sin embargo, eso finalmente no ocurrió debido a dos factores: 1) La Asamblea Nacional era tan impresentable que nadie iba a mover un dedo por defender a sus integrantes ni por un minuto. 2) Todos los actores políticos y sociales que podían movilizarse se entregaron rápidamente al cálculo electoral y a impulsar candidaturas. Incluso el mismo martes, a las 8 de la mañana, después de que el presidente anunciara la muerte cruzada en cadena nacional, ya teníamos al menos cuatro candidatos presidenciales.

Al final, la tentación del poder sigue siendo enorme y se acrecienta cuando lo tienes al alcance de la mano, como en este caso, en un plazo de apenas seis meses. Esto demuestra que casi siempre los análisis predictivos en la política pueden fallar, y fallan, cuando no se tienen en cuenta los factores emocionales.

Aquí estamos, en medio de una apresurada vorágine electoral con plazos imposibles propuestos por algunos consejeros del CNE, con campañas de siete días y otras locuras similares. Los procesos de democracia interna y la paridad de género parecen convertirse en meras bromas de mal gusto, ya que los candidatos, partidos y movimientos están pasando por alto estos formalismos. Entonces, la pregunta es: ¿el nuevo juego electoral consiste únicamente en cambiar todo para que nada cambie? ¿Podemos pensar que con los mismos elementos en el tablero podemos obtener resultados diferentes para la calidad de nuestra democracia?

En primer lugar, es evidente que la actual crisis política es más bien una verdadera crisis institucional, donde prácticamente todas las instituciones democráticas, como la Asamblea, el sistema de Justicia, el Consejo Nacional Electoral y el Consejo de Participación Ciudadana, cuentan con niveles extremadamente bajos de credibilidad y confianza ciudadana. Además, muchas de estas instituciones están plagadas de corrupción o responden a intereses ilegítimos, incluso criminales. ¿Se solucionará esto con las elecciones? No, aunque podría ser un comienzo.

Pero, una vez más: ¿podemos esperar resultados distintos si sumamos los mismos números? Porque aquí seguimos sin cambios significativos: persiste la falta de ideas y de liderazgos dentro de los partidos políticos, quienes probablemente seguirán postulando a personas sin el mínimo conocimiento, ya sea por motivos populistas o debido a la compra y venta de cargos públicos.

A esto se suma que la autoridad electoral no genera confianza y durante el último proceso electoral hubo numerosas denuncias de fraude. Es evidente que nos encontramos frente a un Consejo Nacional Electoral que se declara incompetente para actuar ante violaciones flagrantes de la ley, como permitir la postulación de candidatos con sentencias firmes.

En este escenario, el único que puede marcar la diferencia es el ciudadano, siempre y cuando no se deje llevar por los discursos populistas y ejerza su derecho al voto de manera informada y responsable. (O)