Una vez más el presidente de la República ha decretado estado de excepción. Va un año aferrado a esa estrategia, fundamentalmente, comunicacional. Y nuevamente ha invocado la causal de conflicto armado interno, que ni una sola vez ha autorizado la Corte Constitucional, ya que el Gobierno jamás ha podido demostrar que en la crisis de violencia que vive el país concurren las características que para ese tipo de conflictos establece el derecho internacional humanitario. Lo que sorprende es que parte del país quiere comerse el cuento.
La evolución de esa institución jurídica a lo largo de la historia ha implicado entenderla como una medida sujeta a un espacio y tiempo determinados, porque es inadecuado y muy peligroso vivir en excepcionalidades perpetuas. Las sociedades deben vivir bajo el régimen constitucional ordinario, con herramientas para enfrentar los problemas de inseguridad o violencia que tenga un país. La excepcionalidad está concebida para enfrentar situaciones extraordinarias de corta duración, por eso en Ecuador el estado de excepción solo puede durar 60 días y 30 más mediante una única renovación. Vamos un año bajo este discurso propagandístico sin resultados importantes.
Por el contrario, bajo ese régimen de excepción se produjo el asesinato de los cuatro niños de Las Malvinas, desaparecidos tras ser detenidos por militares. Hablo de Ismael y Josué Arroyo, Steven Medina y Saúl Arboleda. Hay que repetir sus nombres cuantas veces sean necesarias a ver si por un segundo la sociedad entiende las consecuencias de esta estrategia –insisto, fundamentalmente retórica– del Gobierno de acudir al estado de excepción, a una mano dura que no ha golpeado al crimen organizado, pero sí a niños inocentes. De hecho, los periodistas más serios que investigan esta situación recopilan denuncias de al menos 15 personas desaparecidas o ejecutadas en el contexto de estados de excepción el último año.
Por supuesto, hay otros periodistas o supuestos intelectuales que aplauden y defienden esta pantomima propagandística. Muchos de ellos fueron valientes críticos del autoritarismo que duró una década y resistieron valientemente sus embates. Por eso es incomprensible su sumisa al poder de turno, que en tan solo un año ha demostrado su desprecio por los principios democráticos y las reglas del Estado de derecho, su intolerancia a la crítica y su desidia cuando quienes sufren las consecuencias de su retorcido conflicto armado interno son los más pobres. Quizá no defendían principios sino intereses, porque los mismos imperativos categóricos que el correísmo vulneró hoy, una vez más, son destrozados con su silencio.
Algún día, tengo la esperanza, el Ecuador recobrará la cordura y podrá evaluar esta época en su ominosa dimensión: entonces solo el basurero de la historia quedará, por ejemplo, para esos silencios cómplices, que nada dicen cuando la asquerosa propaganda busca manchar la memoria de los niños asesinados por argucias vomitadas en redes sociales. Ese silencio es más pavoroso que el ruido de los ministros, como el que intentó a toda costa encubrir con infamias infundadas el crimen. Pero existe una memoria. Y se recordará ese silencio. (O)