Sin precedentes, la Constitución de Montecristi crea esta acción jurídica en el artículo 148. Como se sabe, establece la posibilidad del presidente de la República de disolver la Asamblea Nacional cuando ocurren una o dos circunstancias. Requiere un dictamen previo y favorable de la Corte Constitucional y tiene que convocar a elecciones “legislativas y presidenciales para el resto de los respectivos períodos”. En pocas palabras, se van todos. Desconozco si esta grave facultad ha sido desarrollada por alguna ley.

Surgen varias preguntas: 1.- ¿Puede presentarse el presidente actuante como candidato a estas elecciones? 2.- ¿Pueden ser reelegidos los asambleístas cuya conducta ha motivado tan drástica decisión del Ejecutivo? Como la Constitución no lo aclara, el único organismo que puede interpretarla es la Corte Constitucional, según la primera atribución que le confiere el artículo 436 de la norma suprema.

No tenemos un referente histórico que nos guíe. Solo tenemos nuestra razón para ir desbrozando este arduo camino. Permitamos que el texto nos alumbre. Dice que la disolución procede “cuando en forma reiterada e injustificada obstruye la ejecución del Plan Nacional de Desarrollo, o por grave crisis política y conmoción interna”. ¿Existe este plan? ¿Existe la grave crisis política y la conmoción interna? El presidente seguirá en su cargo, porque puede gobernar expidiendo decretos-leyes de urgencia económica, siempre con dictamen previo de la Corte Constitucional. Estos decretos pueden ser derogados por la nueva Asamblea.

Que el presidente actual puede ser candidato a la reelección, parece obvio, pues él es quien decidió la suerte de las dos funciones del Estado y no habría causa para impedir su reelección. Lo que también resulta obvio es que los actuales asambleístas no deberían ser reelegidos, porque su conducta díscola ha sido la causa de su remoción.

Parece que este razonamiento es apenas lógico. Pero las leyes no prohíben la reelección y los actuales legisladores pueden usar el pretexto como argumento para continuar en sus conspiraciones y para oponerse a un buen gobierno. Algunos, felizmente no todos, porque conozco de legisladores honrados y bien informados, no tienen la capacidad ni la dignidad para ocupar sus curules. Esos que exigen dinero de sus asesores, aquellos que dan consejo para robar bien, ¿cómo así llegaron a mancillar el recinto más augusto de un país, donde se dictan las leyes y se fiscaliza a los otros poderes? Se llenan la boca diciendo que son el primer poder del Estado y algunos se solazan pretendiendo hacer comparecer ante sí al presidente de la República para humillarlo.

El pueblo no conoce a quienes elige. Los responsables son los dueños de los partidos, que ponen a cualquier pelafustán (ah, Borges) en los cargos donde deben primar la honestidad y la sabiduría. Nunca me cansaré de citar a Rousseau, quien decía que “para dar leyes a los hombres harían falta dioses”.

La Corte Constitucional debería ser consultada para que defina este asunto, pues es de suma importancia. Pensemos en lo fundamental y no nos dejemos arrastrar por los narcotraficantes asesinos dedicándoles demasiado tiempo. (O)