Lo mejor que les puede pasar a los políticos es seguir vigentes, y ellos lo saben bien. Para continuar siendo el centro de la noticia usan diversos mecanismos como mostrar la contribución a una situación, resaltar sus méritos, o desplegar escándalos, burlas y usar los prejuicios sociales para llamar la atención. Mientras un político tenga tarima mantendrá presencia en la arena política aunque manipule la memoria social.

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Cuando alguien detenta el poder, sus enemigos tienden varias artimañas, la preferida es la provocación, que es negativa por varias razones, entre esas roba energía, distrae de los objetivos centrales, contribuye a crear un ambiente de pesimismo, de ruptura y confrontación social. La provocación devela el alma de su autor, necesitado siempre de atención, de ser el centro del escenario y la figura estrella; aunque eso destruya a una organización o a un país.

La provocación divide la opinión, por lo que afecta directamente a los ánimos de colaboración. Resulta repugnante que en momentos en los que el país requiere unidad, la energía se desvíe de la peor manera. Seguramente siguen a Maquiavelo quien en su obra El príncipe sugiere la provocación como una táctica astuta. Es decir, la provocación planifica causar un daño.

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Así, la provocación –en los entornos políticos– se volvió el arma de quienes quieren desestabilizar un poder, dividir y ganar opinión pública. Si la provocación tiene éxito, el poder se tambalea. De ahí que un gobierno debe identificar plenamente a los provocadores y diseñar una contraofensiva; particularmente, sosteniéndose en la voluntad colectiva y centrándose en los hechos, la coherencia y la integridad.

Lastimosamente, mientras unos se concentran en sembrar el odio, otros queremos paz y conciliación social...

Hay varias estrategias para reducir la provocación y fortalecer la gobernabilidad. Entre esas, es necesario un liderazgo ejemplar, combatir la desinformación y cuidar el tono con que se dirige a un grupo social. ¡Quizá pedimos demasiado! Sobre todo, cuando los astutos políticos, quieren hacer daño, denigran el discurso, la palabra y la comunicación, porque usan armas sucias –como la burla, el racismo y el clasismo– que solo causan fraccionamiento social.

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Los discursos incendiarios y divisores dañan y es hora de que quienes los poseen miren más allá de sus intereses individuales y asuman una responsabilidad cívica, que en este momento histórico se requiere. ¿Cuándo primará la prudencia y la buena voluntad?

Parece que los intereses de protagonismo son persistentes, aun a costa de la sangre que se derrama en el país. No obstante, la sociedad civil puede autoconvocarse a formar instancias veedoras de la participación social, que incentiven el diálogo, condenen el mal uso de la palabra y creen puentes entre las fuerzas políticas. Ser una figura política debe obligarles a usar con responsabilidad su voz pública.

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Lastimosamente, mientras unos se concentran en sembrar el odio, otros queremos paz y conciliación social. El país necesita unidad y recursos. ¡Depongan el discurso denigrante y agresivo! Conduélanse de quienes padecen pobreza, violencia y dolor, gracias a la irresponsabilidad de gestiones pasadas y a una deuda externa heredada que ahoga al Ecuador. (O)