Un enorme cerdo volador atravesó el cielo de Londres el 2 de diciembre de 1976. El incidente fue serio, ya que en la torre de control creyeron que el piloto de avión que lo reportó estaba alucinando. Pero era real. Un inmenso cerdo inflable, que representaba a la clase opresora en la Rebelión en la granja de George Orwell, se había soltado de su cuerda. La idea fue de Roger Waters, que quería fotografiarlo sobrevolando las cuatro columnas de la central termoeléctrica Battersea, para que fuera la portada del disco Animals. Lo recuperaron tres días después en Kent, cuando al aterrizar asustó a las vacas de un granjero. Su nombre era Algie.
Entre el genio y la miseria de Roger Waters
La noche del sábado 9 de diciembre de 2023, sobre el césped del mítico Estadio Olímpico Atahualpa de Quito, el cerdo hizo su aparición. También el cordero que, en la obra de Orwell, representa a la clase oprimida, la que debe rebelarse y trastocar el injusto orden de las cosas. Y ahí estaba Roger Waters, con sus ochenta años a cuestas, cantando con la misma emoción de cuando fue un adolescente de Cambridge y conoció, como una casualidad que transformó su vida, a Syd Barret. Y juntos soñaron con una banda de rock. Y con ella recorrer el mundo.
En ese entonces, ninguno de los dos sabía que Syd Barret se perdería a sí mismo ni que su disolución sería el trauma que marcaría la mirada estética de Pink Floyd hasta llevarla a la construcción de sus mejores álbumes: The Dark Side of the Moon, Wish you Were Here y The Wall. Quizá porque guardamos la esperanza de que la música, de algún extraño modo, nos ofrezca el sentido que el mundo no tiene es factible decir que Barret está presente en la obra de esta banda, con la que Roger Waters, su agobiante líder histórico, rompe en 1985, para emprender una carrera de solista y, por medio de pleitos y acuerdos, recuperar los derechos de las canciones que concibió y escribió.
No tengo por qué detenerme en sus contradicciones. Su voz, junto a la de David Gilmour, me han acompañado en la soledad...
Nunca imaginé que podría ver y escuchar a Roger Waters, ni que su concierto implicaría volver a Syd Barret, que murió en 2006, preso de una diabetes crónica y un cáncer de páncreas. Nunca pudo regresar a la música, aunque intentó pintar. Waters alcanzó la gloria y la contradicción, fue capaz de reinventarse varias veces y quizá entendió que la vida no es un simulacro. Pink Floyd, mientras duró, se volvió una de las bandas más maravillosas de la historia de la música. The Wall, que estuvo presente en Quito, nos habla de los muros que nos construimos y nos aíslan del propio equilibrio. Es una interpelación poderosamente íntima.
En aquellos graderíos vi algunos de los partidos que le llevaron al Ecuador a su primer Mundial. Roger Waters llegó al barrio de mi infancia, con toda su pirotecnia y un cuerpo que es capaz, pese a los años, de cantar el apocalipsis y el alivio.
No tengo por qué detenerme en sus contradicciones. Su voz, junto a la de David Gilmour, me han acompañado en la soledad de la escritura y la necesidad del viaje. En las dudas y en la memoria. Al inicio de su vida perdió a su padre en la Segunda Guerra Mundial. Pero prefirió salir de su pecera, año tras año, corriendo sobre la misma vieja tierra. (O)