Los libros tienen conductas de seres vivos, dos de ellos se dieron cita en mi casa en el lapso de quince días para recordarme una talla literaria gigantesca, que había sido para mí, un nombre con ligeros repasos accidentales. Hoy, que me he sumergido en su obra, puedo solazarme en la herencia que nos dejó, desde lejos en tiempo y espacio. El primer libro es de factura nacional, se llama Diálogo de dos poetas y bajo la idea e introducción del estudioso y traductor Antón Amaruñán, homenajea a nuestro Medardo Ángel Silva junto con el ruso Alexander Pushkin (1799-1837). Los dos poetas se merecen tal recordatorio porque el nuestro cumplió 125 años de su natalicio y el extranjero, 225. El otro libro, argentino, es Clases de literatura rusa, de la escritora Sylvia Iparraguirre, que abre sus páginas, dedicadas a los grandes nombres de ese país, precisamente con Pushkin.

Me fue obvia la demanda del escritor ruso. Todos los críticos coinciden en reconocerlo como el iniciador de la literatura rusa, porque se trata de un país que se tardó mucho en hacer arte con la lengua del pueblo. La desigualdad que tuvo fue tan grande que el diez por ciento de la población se expresaba en francés y el restante porcentaje era analfabeto. Tuvo que llegar ese joven, noble y con ascendente de sangre africana, para que con la lengua de su aya creara poesía y relatos de tradición oral.

Pushkin es un héroe romántico en vida y obra. Desde estudiante saludó la libertad como el máximo valor, se hizo acreedor de sospecha y sufrió varias deportaciones. Experimentó orgullo de que su nación se impusiera sobre el avance napoleónico, pero también exigió del zar una modernización social que el despotismo postergaba. Cuando escribió su largo poema narrativo Los gitanos, creó a un alter ego que buscaba la vida simple y libre, pero que no tenía valor para luchar por un ideal. Esa actitud también tiñe la del protagonista de Eugeni Oneguin, la novela poema a la que dedicó siete años de su vida, en la que Eugeni es joven, noble y rico, pero padece el spleen que lo lleva hasta a equivocarse en el amor. El relato construido entre varias voces ya deja entrever que la literatura empezaba a transformarse.

Cuando ocurrió el levantamiento “decembrista” contra el zar Alejandro I, Pushkin estaba lejos, pero los miembros del grupo, sus compañeros de estudio e ideas, fueron apresados y ajusticiados por el poder. El sucesor fue más retrógrado y autoritario, llegó a humillar al escritor, cuando ya era una gloria nacional, dándole un cargo casi de paje.

Su muerte también calza en un esquema romántico, porque un oscuro suceso de rivalidad galante –otros dicen que había diplomacia internacional comprometida– lo condujo a un duelo, en el cual las balas de su oponente lo sometieron a dos días de agonía, a sus 37 años. Resulta imposible comparar la lírica de Silva, tan armoniosa y sonora en su elocuente uso del español, con la del vate ruso, que depende de las traducciones, comparten, eso sí, actitud vigilante y culto de la subjetividad. Vale saber que los autores que vinieron después –Gogol, Dostoievsky, Tolstoi y Chejov– le tributaron vehemente admiración. Gran horizonte literario el de ese país que hoy miramos con enorme desconfianza: insiste en no hacer caso del llamado libertario de su gran poeta. (O)