Desde mi ventana escucho fuegos artificiales que confundo con disparos en las noches quietas. Alguna vez leí que son narco-celebraciones en la otra orilla del río y pienso entonces en la violencia generalizada, patrimonio funesto de la humanidad; monstruo cercano que amenaza con engullirnos.
En Maldad líquida, Z. Bauman y L. Donskis sostienen que la violencia siempre está en conversión. Tal maldad tiene la capacidad colosal de fluir, bordeando los obstáculos que encuentra en su camino, “empapa las barreras a su paso, las humedece, va calando en ellas y muy a menudo las erosiona y las disuelve, absorbiendo esa solución en su propia sustancia para agrandarse y potenciarse a sí mismo”.
Si el siglo XX ilustró las formas de mal radical contra la vida, autoestima y dignidad, el XXI ya muestra las suyas. América Latina es cada vez más violenta, señala Diálogo Político (Bajo la Lupa, 29/10), a base de informes que la ubican como la región con más homicidios en el mundo; 50 % por crimen organizado, sumando cómplices estatales, agentes aduaneros, financieros y fronterizos. El lavado a gran escala no genera tanta violencia, el microtráfico la concentra vía extorsión, asesinatos y homicidios, más corrupción, lo que complejiza su abordaje. Se propone profesionalizar la policía, fortalecer instituciones, usar tecnologías de control financiero y lavado de activos.
Desde el psicoanálisis, el crimen quiere decir algo. En Pasiones y violencias (Bitácora Lacaniana 5) y Bullying, acoso y tiempos violentos (M. Goldenberg), se plantea que “los goces andan sueltos” y no se dejan capturar por un orden moral o ley. La pasión por la violencia es la forma fallida en que un sujeto busca identificarse con algo y recuperar lo originalmente perdido por el impacto del lenguaje en la infancia. “El odio y la segregación social, sexual, religiosa, ideológica refuerzan las identificaciones en lugar de disolverlas”; la pulsión de muerte se vehiculiza por identificaciones de violencia.
Hay comunidades de goce donde el narcotraficante es “la ley incuestionable”; sin embargo, la violencia se debilita en una comunidad organizada en torno de un orden menos fiero. Las mujeres (lo femenino), los niños (lo infantil) y los locos son objeto de mayor violencia porque no se soporta el misterio que encarnan. En realidad, lo que no se tolera es el extrañamiento en sí mismo del propio goce, atribuido a otros. Freud desmentía que el hombre fuera manso y amable: “el prójimo no es solamente un posible auxiliar y objeto sexual, sino una tentación para satisfacer en él la agresión (…) humillarlo, inflingirle dolores, martirizarlo y asesinarlo”.
Pero hay una diferencia entre la agresividad propia del ser humano (aceptada socialmente como desfogue) y la violencia que implica pasar a un acto sin mediar nada, para herir o aniquilar el cuerpo del otro. La mediación y el filtro de la agresividad y la violencia se da mediante la palabra, el pase del odio al amor, la conversación, el debate democrático, sabiendo que siempre quedará un resto a reciclar, ya que estamos, decía Bauman, “indefensos ante nuestra propia capacidad mórbida”. (O)