La vocación por la desventura, la lógica de la frustración, la negación sistemática de posibilidades y el pesimismo cuidadosamente cultivado constituyen, con raras excepciones, las marcas predominantes en los sentimientos, ideas y creencias de los pueblos latinoamericanos. Esas marcas pesan en lo que se cuenta y cómo se cuenta, en lo que se inventa y cómo se inventa; está en lo que se hace y en cómo se hace.

La vocación por la desventura y el complejo de derrota se cultivan con malévolo talento. Son la explicación de muchas “historias”. Están en la infraestructura psicológica de una sociedad que, pese a todo, progresa, pero con profundo sentimiento de culpa y pecado, de abandono y explotación. Culpa de nada y de todo.

Lo que se escribe, con excepciones que resaltan por su soledad, gira con delectación en torno a la vocación por la desventura y el síndrome de resentimiento, busca no siempre la belleza de la palabra, ni la verdad del pensamiento. Promueve el pesimismo, la desconfianza hacia el otro y, con frecuencia, el entusiasmo por los caudillos y redentores.

Crónicas, artículos, libros, noticieros, canciones, discursos políticos, con pocas excepciones, escarban en la vocación por la desventura. ¿Esa es la única verdad? ¿Por qué se fortalecen de tal modo el desencanto y la convicción de que no tenemos salida? Es cierto que estamos frente a una realidad compleja, dramática, pero, incluso en esa circunstancia, es posible rescatar resquicios de alegría, notas positivas, espacios de entusiasmo, verdades escondidas y visiones distintas que alimentan la vida de la gente. Siempre es posible apuntalar los sentimientos que le permiten soñar al que siembra, construir castillos en el aire al que estudia, hacer planes al que se compromete y arriesga. Siempre es posible sonreír.

O seguimos ejerciendo la vocación por la desventura, o levantamos el entusiasmo y combatimos frustraciones...

Cuando el mundo y el país parecen derrumbarse es difícil resistir al pesimismo. Más fácil y “popular” es narrar con detalles el desastre, quejarse, solazarse en la sangre y en las lágrimas, imaginar más tragedia en la tragedia, obscurecer el horizonte hasta inaugurar la ceguera colectiva, propiciar el fracaso de la inteligencia y, de ese modo, afianzar las opciones que apuestan a la cólera y al odio. Es difícil, pero no imposible, pensarnos de otro modo, mirarnos desde otro ángulo, abrir la mano, soltar la piedra y extenderla incluso al adversario.

La vocación por la desventura está allí como testigo de piedra, pero no debe ser eterna. No es el único argumento de la historia. No debe ser un lastre invencible ni la justificación de llantos perpetuos. No puede ser la lógica de la vida. La prueba está en que, pese a todo, sobrevivimos y vamos adelante. En el espejo de cada cual vemos nuestras caras, nuestros dramas y luchas, la vida de los hijos, las alegrías y fortalezas. Siempre habrá una sonrisa, una ilusión, un paisaje en el fondo, un rescoldo de paz en cualquier sitio.

O seguimos ejerciendo la vocación por la desventura, o levantamos el entusiasmo y combatimos frustraciones, negaciones y lamentos. ¿A qué le apostamos? (O)