El papá de una amiga solía embromarme diciendo que en Latacunga había solo tres teléfonos: Varea Terán, Terán Varea y equivocado. (Creo que ya les he contado que como nunca fui conservadora ni curuchupa, mi amiga Elina Malamud, la escritora argentina, me dijo: Che, vos sos hija de equivocado).

En mi familia no hay políticos, dije alguna vez con esa total seguridad propia de los adolescentes. ¡¿Cóóómo?!, exclamó la seño. ¿No serán el ministro de Gobierno, el canciller, el diputado tal, el diputado cuál, el contralor X y los jueces, alcaldes y prefectos Sutano y Mengano sus tíos? Y sí eran, pues. Con el apellido invertido, pero a la final eran parientes. Sin embargo, en mi familia directa, bendito sea Dios, no hay políticos… Habría vuelto a afirmar con tozudez adolescente hasta hace un mes, pero mi nieto #Yoursokiú me tenía realmente preocupada.

Este pequeño señor, que pronto cumplirá 4 años, pinta para político. Dios no quiera, rezo mientras veo sus alcances y analizo cada una de sus actitudes.

El tipo tiene una simpatía única, es un encantador de serpientes. En su guardería está prohibido llevar juguetes y libros, él no acepta un no por respuesta, llega cargando su Baby Yoda y le convence a la Miss Young con artimañas, guiños y esa matadora sonrisa que marca sus hoyuelos. Obviamente ella me dice que espera que sea la última vez. Prometo que así será con una inseguridad que delata mi incapacidad para lograr que su alumno coqueto cumpla la promesa.

Días más tarde quiere llevar un diminuto Mandalorian, el personaje de la Guerra de las galaxias. El papá ve sus intenciones y le recuerda la orden de Miss Young, él obedece y, a la vista de todos, deja el juguete sobre la mesa. Me acerco a ponerle los zapatos y me dice: No, agüella, me voy con botas. Al llegar a la escuela, Carito le nota que camina con dificultad, obviamente Mandalorian viajó en la bota. Santo Dios, santo fuerte, santo inmortal (…), rezo mientras contengo mi risa ante la preocupación de la madre.

Es oficial, este pequeño señor, que pronto cumplirá 4 años, pinta para político. La situación es irremediable, pienso. Toda mi preocupación se esfumó el día que fuimos al Museo de Ciencia y Tecnología. En unas máquinas expendedoras vendían unos carísimos trenes plásticos y él con su sonrisa coqueta me insistía: ¿Me compras, agüella? Yo estaba a punto de desautorizar a los padres (so pena de irme a dormir al parque), cuando al subirnos a un enorme tractor encontramos un tren en el asiento. Un niño olvidó su tren, agüella. Lo tomó y continuó la visita al museo con el juguete en la mano. Dámelo, lo guardo en mi cartera, le dije. Él me miró sorprendido y dijo: ¡Nooo, este juguete no es mío, se olvidó un niño! En su media lengua spanglish de eres pronunciadas, me explicó que él tenía que llevar el trencito en la mano para que todos lo vieran. Él esperaba que el dueño del tren asomara y lo reconociera para poder devolvérselo.

El alma me volvió al cuerpo, mi nieto será lo que quiera ser, tiene la gracia y la tenacidad, la sonrisa y el encanto, el poder de convencer, la honestidad y la hombría de bien. ¿Para qué más? Gracias, vida. (O)