Contrariamente con lo que la “revolución ciudadana” prometió (más y mejor ciudadanía), una sistemática, y quizás no tan obvia, estrategia de invisibilizar a los ciudadanos es lo que se ha instalado. No sabemos si esto está resultando de una reflexión política profunda o de una inexperiencia total con el gobernar y representar, lo cierto es que hoy es evidente que ni desde la política, ni desde la opinión pública y ni desde las estrategias para el desarrollo aparece el ciudadano como un centro vital para activar los cambios que se requieren, quizás porque evidentemente sea así más fácil lograr lo que se busca.

Ante la promesa del fin de la partidocracia como una nueva forma, no solo de gobernar sino también de representar, se instaló un conglomerado bastante homogéneo, dúctil a las prioridades del Ejecutivo y sin mayor capacidad de levantar la mano para mostrar otras ideas, prioridades o enfoques. En esta forma de “eterna Asamblea Constituyente”, el debate aparece ya no como una confluencia de ideas que enriquecen las propuestas, sino como una amenaza latente al status quo que el Gobierno cuida cabalmente. Esto se traduce en una total ausencia de separaciones entre la función política y lo que conocemos como militancia política. Pareciera que hoy el abonar terrenos electorales es tan o más importante como el escuchar e incorporar las prioridades ciudadanas. Políticamente hablando el ciudadano ha quedado reducido a la visión más clásica de la ciudadanía, con derechos y obligaciones, entre los que se valora el derecho a voto y a opinar en las urnas. Para quienes nos gobiernan los ciudadanos son solo sujetos de voto y por tanto solo ahí son importantes, invisibilizando cualquier otra forma de ejercer su ciudadanía.

A este proceso de invisibilización política del ciudadano me parece importante agregar el repliegue de los medios de comunicación, ya no como los espacios ciudadanos en donde la opinión pública se instala por excelencia, sino que estos (en especial los que no son oficialistas) han pasado forzosamente a asumir el rol de instituciones opositoras. Esto en particular, pone en jaque el rol de los medios y de la opinión pública porque es ahí en donde el Gobierno los identifica como oposición política (casi como un partido más) y por tanto es contra quienes hay que luchar a fin de dominar el poder político. Los populismos han sido muy eficientes y claros en la creación de un “nosotros” contra un “ellos”, como una forma de crear identidades más colectivas, de ahí que conceptos como “prensa corrupta” adquieran tanto significado y poder de identificar a un conglomerado opositor, como en su momento fue el de “políticos corruptos” acuñado por Bucaram. De alguna manera, esta estrategia de repliegue de los medios, vuelve a invisibilizar la voz de los ciudadanos y por tanto el canal de comunicación se vuelve unilateral, como tan bien lo muestran las cadenas o monólogos presidenciales de los sábados.

Finalmente podemos observar cómo las estrategias para el desarrollo mantienen una relación altamente clientelista (gobernar por favores) y a su vez asistencialista (todo desde el Estado) lo que se traduce en una relación de dependencia que termina por fulminar cualquier intento por recuperar una ciudadanía autónoma y robusta, volviéndonos cada vez más invisibles.