SANTIAGO, Chile

Las revoluciones son procesos históricos, colectivos, que necesitan continuidad. Si ese proceso no es compartido y conocido por la ciudadanía (y no solo por quienes gobiernan), nos enfrentamos entonces a regímenes autoritarios que tienden a estancarnos. Las revoluciones, como su nombre lo indica, deben ser cambios radicales que abandonen el pasado inmediato. Si no se logra este quiebre profundo, pasa lo que estamos viviendo hoy, ya que se empieza a “negociar” con el sistema (frustrando la revolución) o a depender de la capacidad de “choque” de una supuesta vanguardia. Es decir, se instala el discurso y la presión desde arriba (oligarquía pura) y no desde abajo, en donde realmente se deben dar.

El relato ha empezado a caducar principalmente porque esta supuesta revolución enfocó sus estrategias en aquellas tácticas que gobiernos igual de autoritarios y represivos tuvieron para imponer sus cambios (estoy pensando en Cuba o Venezuela como los íconos de la región) y al poco andar la ciudadanía (que no es tonta) se dio cuenta del cambio en las reglas del juego. Algunas consideraciones como: tener a la pobreza como el gran aliado (a mayor índice de pobreza mayor capacidad para gastar o mayores excusas para perpetuar la lucha de clases); el adoctrinamiento masivo (en donde los medios como la radio o la TV son los grandes articuladores de los mensajes y en donde la capacidad de armar y desarmar spots publicitarios termina por ser la gran base del discurso); la represión disfrazada de poder social (evitando que el verdadero poder social se dé de forma diversificada, multidimensional, con espacio para el debate y el intercambio libre de ideas); o contar con una red de aliados que validen los supuestos cambios voluntarios y perpetúen el abuso (elogios que vienen y van entre fronteras del club de Toby revolucionario del siglo XXI).

Todas esas tácticas y muchas otras más, me parecen a mí que son tremendamente caducas, no en el tipo de impacto que logran, porque ciertamente en el caso de nuestro país han impactado y nos han afectado fuertemente, sino que son caducas porque no representan las verdaderas revoluciones que en pleno siglo XXI demandamos. Por poner un ejemplo, y tomando el caso tan reciente de los estudiantes en Chile, para quienes el concepto de revolución pensada desde la izquierda más activa de dicho país, tiene que ver justamente con lo contrario a lo que un Chávez o Castro conciben. En palabras del historiador chileno y de larga y muy connotada tradición comunista, Gabriel Salazar, para poder realmente organizar el poder revolucionario es importante agregar al “otro”, esto es, medios de comunicación, empresarios, militares, religiosos. No hay verdadero poder ciudadano cuando se elimina al otro, sino que a través de argumentos, de la deliberación abierta, apuesta al triunfo de los argumentos socialmente convincentes.

Que peligroso es cuando hemos perdido la perspectiva de lo que es permisible o no en un estado de democracia, cuando los abusos y la represión al otro, se ven como estrategias necesarias, incluso justificables para lograr los cambios. Más peligroso aún cuando creemos que esta es la “única” forma que tenemos para salir del hoyo en el que hemos caído política y socialmente. Ojalá pudiéramos abrazar con más fuerza y convicción el hecho de que los cambios profundos y eficientes son los que incluyen a toda la sociedad y no solo a una fracción de esta.