Algo extraño debe haber ocurrido en los procesos mentales durante el desarrollo de las generaciones. La mía heredó de sus antecesores el culto por la educación, la ilustración y la memoria, tres aspectos del desarrollo vital hoy en total desuso. Los muchachos porteños leíamos libros, revistas y diarios; mi padre compraba revistas de variedades y deportivas. Así pude revisar colecciones de Selecciones, Bohemia, O’Cruzeiro, Rico Tipo, Life en español, El Gráfico, y las infaltables publicaciones infantiles Peneca, Pif Paf y muchas otras.

En 1947 llegó a Guayaquil un equipo que quedó en mi mente, Sporting Tabaco, de Lima. Nunca olvidé el nombre del arquero peruano: Garagate. Hace mucho tiempo, revisando los diarios de 1947, encontré fotos y datos de la llegada del equipo sureño y allí estaba Garagate. Me di cuenta entonces de que a mis 5 años yo ya leía con alguna fluidez.

El periodismo deportivo de hoy tiene, en su gran mayoría, una distancia de tres o cuatro generaciones con la mía. Su idea del deporte está enraizada en el marketing, el negocio de las transferencias, el papel de los representantes y empresarios, la venta de camisetas, el gran negocio de la televisión. En su mente no hay espacio para el deporte como escuela de formación cívica, la ética de los protagonistas, el amor a una divisa, la responsabilidad profesional, el deber de responder a través del espectáculo a quienes pagan un boleto, la estética del jugar bien.

Publicidad

Todo se oculta en esa feria de dinero por millones, en el irrespeto al público, en el arreglo de resultados (en el 2020 vimos un partido clave del torneo nacional entre dos equipos que pactaron no atacarse), el negarse a ir en busca de la victoria arrebañándose en su propio arco, en el aprovechamiento vil de los recursos dentro o fuera del reglamento, en el endiosamiento nunca gratuito de mediocridades y el desprecio furioso a todo cuanto tenga que ver con el pasado.

Toda su ‘filosofía’ pedestre anida en estos conceptos: lo único que vale es el resultado; el amor a la camiseta no existe, lo que se privilegia es el amor a los billetes; los periodistas de antes no sabían nada de tácticas; los jugadores de antes no podrían actuar el fútbol de hoy; ahora no vale saber jugar, hay que saber correr; el técnico que vale es el equilibrado, es decir, el que nunca arriesga; Guardiola es un idiota, Mourinho es el más inteligente; el fútbol no existía antes de que yo naciera; los periodistas que se empecinan en hablar del pasado son románticos e ilusos, por no decir idiotas. Todo esto ocurre en Ecuador, pues no tengo noticias de que estos bichos raros existan en otros países.

Sepultureros de la historia

Ese grupillo que ha inundado las cabinas de las radios y los estudios de televisión (no ocurre en las redacciones de medios escritos) son hoy eficientes agentes del caos, distorsionadores de la realidad y vocacionales sepultureros de la historia y los valores tradicionales. Nuestra época, deslumbrada por los artificios de la tecnología e indiferente a la contemplación y al estudio del pasado, extravía el sentido de los símbolos y las realidades que forman su presente.

Publicidad

“El tiempo presente y el tiempo pasado –decía T. S. Eliot, Premio Nobel de Literatura– se encuentran presentes en el tiempo futuro. Y el futuro en el pasado contenido. No existe, en verdad, destructor más tenaz que el tiempo. Pero es verdad también que la memoria mantiene vivo en nosotros aquello que no merece ser destruido”. Para Luis Buñuel, director de cine, “nuestra memoria es nuestra coherencia, nuestra razón, nuestra acción y nuestro sentimiento. Sin ella no somos nada”.

Christine se llama el principal personaje y voz narradora en la novela Antes de irme a dormir, del británico Steven J. Watson. “Cuando duerma, mi mente borrará todo lo que hice hoy. Mañana me despertaré como esta mañana: pensando que todavía soy una niña, pensando que tengo toda una vida llena de posibilidades por delante”. Christine tiene una recurrente pérdida de memoria, olvida todo conocimiento de su pasado de un día para otro. Como resultado, se despierta cada mañana sin saber dónde está o cómo llegó ahí. Watson dice que se dio cuenta de que los recuerdos son la raíz de quienes somos. “Me impresionó lo fundamental que es para nuestro sentido del ser la capacidad de rememorar nuestras experiencias, lo inquietante que debe ser estar varado en el tiempo, sin conocimiento del propio pasado”.

Publicidad

¿Qué es lo que quieren los conspicuos representantes de La generación idiota, como los llama en el título de su libro el escritor argentino Agustín Laje. Sencillo: quieren que olvidemos todo lo bello que vimos en nuestra niñez y juventud. Que derribemos todos los recuerdos que viven en nuestra mente de los tiempos del viejo estadio Capwell o el Modelo. Que cambiemos la admiración por los viejos Clásicos del Astillero, los echemos a la basura y los reemplacemos por aquel remedo que ensayan los Díaz (van a renovarle el contrato y jugará hasta el 2070), Leguizamón, Piñatares, Villalba, Portocarrero, Preciado.

El clásico cimentó grandeza en la bravura del Pibe Sánchez y Juan Benítez por Barcelona y de Eladio Leiss y Chompi Enriques de Emelec; en las voladas de Enrique Romo y Tarzán Torres; en la elegancia de Jorge Cantos y Jorge Caruso; en los duelos del Loco Balseca y el Pollo Macías y los goles emocionantes del Cholo Chuchuca y el Flaco Raffo. Nunca volverá a verse el espectáculo que daban Los Cinco Reyes Magos enfrentando a La Cortina de Hierro. Jamás vendrán a nuestro fútbol cracks de la dimensión de Nivaldo, Helinho, Maggereger, Reinaldi, Tiriza, Magri, Moacyr, Pepe Páes, Toninho Vieira, Beninca, Trobbiani, Insúa. Los de ayer eran tiempos en que cada futbolista se jugaba la vida en los clásicos porque la camisa de seda o la camiseta era un “manto sagrado”.

El absurdo de los DT

Para Edgardo Martolio, escritor y periodista argentino, “los ingresos fáciles y desproporcionados invirtieron los códigos: ahora jugadores, representantes y dirigentes son ricos y los clubes pobres o endeudados. Los directores técnicos se transformaron en figuras más relevantes que los cracks, algo tan absurdo como si en la Fórmula 1 el jefe de mecánicos de la escudería Mercedes Benz fuese mejor pago que Lewis Hamilton o en el boxeo Ángelo Dundee hubiese cobrado más, por cada pelea, que Cassius Clay. El fútbol, en cambio, que podría ser coreografiado como una danza, por tratarse de un deporte colectivo, renuncia a la destreza, a la genialidad, al talento y al primor, para transformarse en una mancha, en un montón, en un negocio sin clase y en una mentira abierta cual herida gangrenada, que no es otra cosa que la muerte de tejido corporal (futbolero) como consecuencia de la falta de irrigación sanguínea (talento) o de una infección bacteriana grave (dirigentes, etcétera)”.

Publicidad

Y hablo del balompié ecuatoriano. Porque mantengo el fervor por el fútbol bien jugado, tal como lo vi desde que fui al estadio por primera vez. Y disfruté ayer el placer de ver al Barcelona de Messi, Iniesta y Xavi y al Manchester City de Bernardo Silva hoy. Todo ello tiene un ingrediente de belleza y genialidad que he disfrutado durante 71 años. (O)