Por Moisés Pinchevsky, especial para La Revista

Para rendirnos ante la tristeza, una moneda. Para brindar por el desamor, otra monedita más. Para compartir las penas con los amigos más entrañables, todas las que hagan falta… Y salud por todos esos cariños ingratos.

La noche más tradicional de los guayaquileños de antaño está innegablemente conectada a un aparato que lloraba canciones a cambio de monedas.

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En gran parte de la segunda mitad del siglo pasado, ese reproductor funcionó como el detonante de su homónimo género musical, derivado del bolero antillano: la rocola.

Llevó el sello “maldito ligado a nuestro espíritu cruel, melancólico, sobrado, decepcionado de maldad y falsedades”, sentencia el historiador Wilman Ordóñez sobre ese reproductor que parió toda una cultura ligada a cómo los porteños entendían la melancolía.

“El 90 por ciento de los problemas del hombre proletario tiene relación a amores traicionados y a la falta de dinero”, indica este investigador, autor del libro La rockola en Guayaquil (2023), quien desde muy joven aprendió a relacionarse con el dolor de esas heridas.

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Libros de Wilman Ordóñez Iturralde: “Niña bonita” (2022), “La rockola en Guayaquil” (2023) y “Corazón de palo santo” (2023).

A los 14 años de edad, Wilman ya era hábil para introducir monedas de un sucre en la ranura del mundo de la rocola. Eran tiempos en que su tierno corazón se enamoró platónicamente de una prostituta de maquillaje abundante que le había enseñado a bailar boleros apretados en una oscura cantina de la calle 18. Aquella candencia sería todo el romance que ella estaba dispuesta a entregarle.

Allí, bajo una luz triste –y música más triste aún–, el inexperto y la especialista resumieron el encuentro de sus almas en una promesa solemne: él conseguiría trabajo para regalarle una rocola en el día de su cumpleaños.

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Pero esa promesa nunca llegó a cumplirse ni ese amor a consumarse, porque en una noche maldita un puñal eliminó a esa dama en un conflicto de amores y engaños.

“Era solo un niño”, recuerda, un niño enamorado que desde entonces quedó extraviado en los recovecos sentimentales relacionados con la música rocolera. Y nunca escapó.

Niñez con cabarés y chulos

La aparición de la rocola en América Latina se debe al empresario canadiense David Cullen Rockola (1897-1993), quien cimentó su negocio en la producción de ese aparato que en los años 50 llegó al Ecuador en los vapores que traían al país los grandes inventos norteamericanos, como la radio y el televisor.

En Guayaquil, Wilman Ordóñez parecería haber tenido a la rocola como cancionero de cuna, ya que creció en una casa ubicada en las calles 11 y Calicuchima, junto al bar Montse, “al cual llegaban cholos cantadores y vagabundos borrachos de la vida y del puerto (marítimo)”.

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El historiador, investigador, folclorista y escritor guayaquileño Wilman Ordóñez Iturralde es el autor del libro “La rockola en Guayaquil” (2023). Foto: Moisés Pinchevsky. Locación: Museo de la Música Julio Jaramillo.

En los exteriores del bar escuchaba atento toda canción “de fuego y llanto” que salía de esa cantina penosa, sufrida y lastimera, relata.

Él era un niño melancólico que en años posteriores llegó a conocer, por visitas directas o por historias de sus mayores, los cabarés No te ahueves (Octava y San Martín), Verdes palmeras, La puerta de fierro (Portete y Guerrero Valenzuela), La puerta de zinc (Gómez Rendón y Gallegos Lara), Cabello (Calicuchima y la Novena), Roberto (la Octava y Letamendi), Naranja mecánica (Octava y Maldonado, luego en Gómez Rendón y la 22), Triquimoqui, Cristal herido, La vida rosa y El Tropicana, entre otros.

En ese último bailaba la vedete Blanquita Garzón y cantaba Julio Jaramillo.

Wilman explica que aquellos locales eran territorio de los llamados “chulos”, hombres mestizos entregados a la bohemia ataviados con trajes blancos, pantalones de campana, zapatos de taco alto de charolina o de doble color y con litros de brillantina en el pelo, para crear una imagen e identidad “muy particulares”. ¡Eran los guapos de la noche guayaquileña!

“Así veía a mis tíos y a mi padre, con pantalones de color naranja, camisa verde, muy perfumados… era la moda”, como parte de una cosmovisión de barrio que dentro de las cantinas soportaba amigos leales, puñete limpio, amores compartidos y, para los viciosos, todo el licor que la noche pudiera entregar.

Las voces del despecho

Todo aquello venía acompañado de las canciones de artistas internacionales como Carmencita Lara, Lucha Reyes, El Cholo Berrocal, Cecilio Alva, Los Kipus (todos de Perú), Alci Acosta (Colombia), Daniel Santos (Puerto Rico), Los Tres Reyes, Los Panchos (México), Los Visconti (Argentina) y de artistas ecuatorianos como Fresia Saavedra, Máxima Mejía, Olimpo Cárdenas, Elvira Velasco, Pepe Jaramillo, Segundo Rosero, Roberto Calero y Aladino, entre muchos otros sanadores de almas rotas.

Wilman Ordóñez comparte una lista mucho más extensa en La rockola en Guayaquil, producto de su afición por coleccionar más de 780 cancioneros como El Mosquito, El Cantarín del Guayas, El Cancionero, La Cancionera del Pueblo, El Cancionero Regio, El Trovador Nacional, El Guitarrista, El Guitarrillo del Guayas, El Trasnochador y demás publicaciones que aparecieron entre los años 10 y 70 del siglo anterior.

Todo ese mundo está resumido en ese texto de 116 páginas repleto de aquel “otro” Guayaquil y que él dedica a su madre. “Ella era la primera fanática de esas canciones”.

Pero Wilman también le entrega esta investigación al lejano recuerdo de aquella prostituta de mirada triste que, considerándola su primer amor, le enseñó que el sentimiento requiere de muy poco para volverse inolvidable. En ocasiones solo necesita de una moneda.

El narrador de la cultura popular

El libro La rockola en Guayaquil (2023, 20 dólares), de Wilman Ordóñez, fue impreso por la editorial CR Ediciones (Rosario, Argentina), del escritor Patricio Raffo, quien organizó un concurso de méritos que tuvo como premio la impresión de tres libros relacionados con investigaciones históricas de la cultura popular. Wilman ganó ese concurso en América Latina, lo cual le permitió publicar primero Niña bonita: historias mentirosas de las bandidas del puerto (2022, 15 dólares), que contiene quince relatos reales con mujeres de la noche guayaquileña. El tercer libro será Valentina, programado para el próximo año, con historias de amores rotos conectados con baladas románticas de los años 70 y 80.


Además, Wilman Ordóñez acaba de presentar el libro Corazón de palo santo (45 dólares), que en 491 páginas narra la “nueva historia social y cultural de los bailes, la música, los trajes típicos y las danzas folclóricas montuvias y porteñas”. Resume treinta años de investigación y trabajo de campo.

Informes y pedidos: Wilman Ordóñez 099-453-5289. También en Museo del Cacao (Imbabura y Panamá). (I)