En la memoria de Wellington Manuel Galarza Cabrera está el recuerdo de una bandera grande y pesada que ondeaba en la cúspide del cerro Santa Ana, sitio en el que ahora están el faro y los cañones, íconos de este punto emblemático del centro de Guayaquil.

La tela estaba agarrada a una pieza de metal café y flameaba todos los días con los colores celeste y blanco.

Esta es la imagen que no se le borra al guayaquileño de 72 años que vive en el escalón 372, el último en el que está ubicada una vivienda. Desde la parte alta de la casa tiene una vista privilegiada ya que observa, de forma panorámica, el río Guayas, el puente de la Unidad Nacional, Durán, Samborondón e incluso la isla Santay.

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En las escalinatas del cerro Santa Ana se evoca la historia porteña; el sitio es un referente turístico

Al menos un vez al día sube hasta ese sitio y recuerda cómo nació todo en el cerro y en Guayaquil.

En ese lugar había especie de aldea y pocos metros hacia abajo, en medio de árboles de ciruelo, estaba su casa. La vivienda es de dos plantas y está sobre las escalinatas Diego Noboa y Arteta, a unos pocos metros está el cerramiento que conduce hacia la parte del mirador, el museo El Fortín y la capilla del cerro.

La casa aún conserva partes antiguas. Las chazas (ventanas de madera) se mantienen en la planta baja del inmueble, en la planta alta está el piso de madera y el balcón que otorga la panorámica del río Guayas.

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Sus padres llegaron a lo que ahora es el escalón 372, hace 80 años. Allí vivieron junto a sus siete hijos, Wellington es uno de los que aún permanece en la casa que en sus inicios fue de cartón y madera, vive junto a uno de sus cinco hijos.

Llegar hasta este punto del cerro, hace más de 60 años, no se asemeja a nada de lo que es ahora.

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Desde el balcón de la parte posterior de su vivienda, Wellington puede observar el río Guayas, Samborondón, Durán y la isla Santay. Foto: El Universo

Las escalinatas tenían pedazos irregulares de piedra y zonas con tierra. A los costados, además de las casas de madera que empezaron a levantarse en diferentes niveles, estaban árboles de cerezo y mango. Algunos de estos se mantienen a partir del escalón 300.

El padre de Wellington, Manuel Galarza, llegó a vivir a este punto de la urbe porque le ofrecieron un terreno. Él trabajaba en el cabildo como jardinero y también solía trabajar en los alrededores de la Cervecería Nacional en Las Peñas. En ese sitio, que daba al río, pescaba bagres y capturaba jaibas que luego llevaba a casa para preparar y comer junto a su extensa familia.

Don Manuel vivió 105 años y todos los pasó en su vivienda en el “Santa Ana”.

Dolores Cabrera, su esposa, levantó un quiosco diagonal a la casa en el cerro y allí vendía comida durante las tardes. El comercio se ubicó en el escalón 360, funcionó un tiempo y luego cerró.

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Ver las canoas, ver Guayaquil desde lo alto es algo que nunca va a ser aburrido. Todos los días es la mejor fotografía que tengo”.

Wellington Galarza, 72 años.

Wellington y sus seis hermanos crecieron en el escalón 372 jugando a la bolilla, la rayuela, el trompo y en las fiestas julianas, al palo ensebado. El guayaquileño recuerda también a sus padres y la gente del barrio deleitándose con la música de Julio Jaramillo y de artistas reconocidos de Guayaquil que solían llegar a los salones que había en diferentes puntos del cerro.

Hace unos 40 años, recuerda, que el sentido de barrio aún estaba presente en el Santa Ana, especialmente en las fiestas de julio. En ese mes, la gente sacaba sus banderas y las colocaba en los ingresos a las casa, asimismo, amarraba piolas y colgaba banderines de ventana a ventana.

En la vivienda de Galarza se mantiene la tradición de que cada que se inicia el séptimo mes, se cuelga de una de las columnas una bandera de Guayaquil que está sujeta a un tubo. También se pone una de Ecuador.

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Desde lo alto ha podido ver el crecimiento de la ciudad y aún mantiene el asombro, a pesar de que esa es su fotografía a diario.

Vio el desarrollo del Malecón, la construcción de lo que ahora es Puerto Santa Ana, la modernización de Las Peñas e incluso el levantamiento del puente basculante que conecta a Guayaquil con la isla Santay.

A diario ve las canoas que salen a pescar, que van desde y hacia Durán. En varias de ellas, hace unos 20 años, solía pescar al igual que su padre. Bajar las escalinatas ya no es una práctica que la hace a menudo, ya que ahora le resulta cansado, sin embargo, no deja de mostrar alegría y emoción cada que una persona le pregunta qué sitio es el más bello de Guayaquil.

“Yo le digo a toda la gente que viene que lo que no se pierde aquí es la alegría y ese asombro que tiene quien recién llega a Guayaquil y sube las escaleras, esto es lo más bello que tiene Guayaquil, no hay que dejarlo morir y espero que no se lo deje morir nunca”. (I)