A lo largo de muchas generaciones, el hijo único fue considerado como alguien diferente al niño con hermanos, y no siempre de una forma positiva. Se lo calificaba, muchas veces de antemano, de ser engreído, mandón, con escasas habilidades sociales, sensible a la crítica y egoísta. Era como si el hecho de ser hijo único automáticamente lo ubicara en una situación desventajosa con respecto a sus pares.