Viajar a las Antillas Menores me transportó al momento de la Conquista española, al horror del comercio de seres humanos, a guerras navales entre naciones europeas, al veneno más dulce de la humanidad, y a la raíz de los males de este planeta: la codicia.

Desde el fuerte Shirley en la isla Dominica, imaginé la llegada de los 17 barcos con 1500 hombres, y caballos, cerdos, chivos, y caña de azúcar que acompañaron a Cristóbal Colón en su segundo viaje a las Indias de su terca ilusión, desde entonces erróneamente conocidas como Indias Occidentales. Colón la avistó en Domingo, “Dominicus Dies”, de ahí, Dominica. Se dice que esta sería la única que el Almirante podría reconocer cinco siglos después. Continúa verde, de nueve volcanes, y con una población originaria de 3.000 indígenas kalinago, de las pocas supervivientes al encuentro de tanto mundo, en el Caribe.

Vivienda kalinago, en la isla de Dominica. Foto: Shutterstock

Las inaccesibles montañas de Dominica brindaron refugio a los cimarrones. Se escapaban de las plantaciones de azúcar de las islas vecinas. Eran supervivientes del horror. Sometidos primero en sus aldeas, a veces a cientos de kilómetros de la costa oeste africana. Despojados de sus familias los hacían caminar hasta los fuertes, donde, confinados, esperaban su embarque. Luego recorrían la costa africana hasta que el barco contara con suficiente “mercancía”, para finalmente atravesar el Atlántico. Una vez en el Caribe los hacinaban durante meses, hasta su venta.

Tanto amerindios kalinago, conocidos como caribes, como los africanos esclavizados en América, luchaban constantemente por liberarse de sus opresores, que podían ser portugueses, españoles, ingleses, franceses, holandeses, daneses, según como fueran pasando las islas de mano, dependiendo de las intrincadas diplomacias e intercambios entre las naciones, para repartirse las tierras conquistadas.

De esta convulsionada historia, surgieron las lenguas criollas, varias religiones, y géneros musicales que han influenciado la música moderna, desde el reggae hasta el rock. Y gente resiliente que enfrenta huracanes y erupciones volcánicas con el alma a la espalda y punzantes sonrisas. Son el resultado de una química explosiva, y ahora, la mayoría como países independientes, reconstruyen su identidad.

Llegada a las Antillas Menores, islas colonizadas a partir de la llegada de Cristóbal Colón. Foto: Paula Tagle

Navego de Dominica a Islas de los Santos, territorio francés de ultramar, bajo a San Vicente y las Granadinas, a la isla de Bequia, sigo más al sur hasta Carriacou, en Granada, asciendo a Santa Lucía y termino en Barbados.

Las Antillas Menores están distribuidas en dos arcos, el interior y volcánico, y uno exterior, de calizas y arrecifes. Sus playas, de arena oscura, de basalto, o blancas de carbonato de calcio, tienen los colores de su gente. Las selvas poseen todavía ciertos árboles originarios, la Cedrela (Cedrela odorata) o el Tabonuco (Dacryodes excelsa), que se mezclan con las innumerables plantas traídas de cada rincón del planeta.

Los indígenas kalinago, que navegaron desde el Orinoco en balsas de tabonuco, introducirían cacao, tal como agutíes y zarigüeyas, mamíferos comestibles. De la India llegaron los mangos, de Indonesia la nuez moscada, de Oceanía los plátanos y fruta de pan, de África el café. Su tierra me recuerda a la mía, con iguales especies, que ya son parte de nuestra cultura e incluso se convirtieron en importantes productos de exportación.

¿Qué es nativo de América? ¿Qué de África? ¿Qué de Europa? Los orígenes deben recordarse, y las injusticias. La esclavitud ya no es obvia, ni por azúcar, ya que los insumos apetecidos van cambiando, pero la raíz del problema persiste: somos fieras de codicia. (O)