Brasil ha dado un paso muy peligroso en su angustiosa búsqueda de salidas personalistas y antisistémicas a las diversas crisis que lo agobiaban. Ha elegido como presidente a Jair Bolsonaro, un exmilitar, nostálgico de las dictaduras, cuyo discurso conduce la política un paso más allá –rompe un umbral, una frontera, un límite– de las habituales y conocidas fórmulas populistas de izquierda o derecha: conduce el lenguaje amigo/enemigo a un punto en el cual la existencia de antagonistas aparece comprometida por la violencia. Bolsonaro lanzó una severa advertencia a todo lo que suene a izquierda en Brasil, desde el Partido de los Trabajadores de Lula hasta los movimientos sociales: se ajustan a nuestra ley o…

El o… se llena con expresiones discursivas neofascistas. Ha señalado, por ejemplo, que a las organizaciones sociales y políticas de izquierda se las declarará terroristas, colocándolas por fuera de la ley; también que hará una limpieza como nunca antes en el Brasil de los rojos; o que dejará a Lula en la cárcel hasta que se pudra junto con otros dirigentes del PT. El triunfo de Bolsonaro se sustentó en una promesa salvadora pero al mismo tiempo en un combate despiadado, sin límites, a lo que él llama despectivamente la “petrhalda”. En una carta difundida días antes de la votación del domingo, el expresidente Lula expresaba todo su asombro frente a tanto odio de un sector de la sociedad brasileña hacia el PT. Un odio que lo ha transformado en un enemigo amenazado de muerte, literalmente.

El paso más allá dado por Brasil y Bolsonaro rompe los límites del populismo y lo aproxima a una deriva fascistoide. Ambos fenómenos, como ha discutido la teoría política, tienen elementos en común: la lógica identitaria amigo/enemigo, el personalismo carismático con sus fuertes tonos emocionales; la proclamación de una política misionera que promete la redención del pueblo o la nación; su iliberalismo; y su inclinación a colocar por encima de la legitimidad democrática una fuente de autoridad superior –el líder, la raza, Dios, la verdad– a la cual se entregan con devoción. Pero el populismo, al menos en la experiencia de América Latina, había tenido un límite en la confrontación del enemigo derivada del propio marco de las instituciones democráticas a través de las cuales llega al poder y modula su radicalidad discursiva. Aunque limita derechos y libertades de los enemigos, y despliega en su contra un lenguaje condenatorio y descalificador, la violencia populista encontraba un límite simbólico y fáctico en la propia promesa de perfeccionar la democracia. Ese límite derivaba de la ambigüedad de su relación con la democracia, pero relación al fin.

Bolsonaro no es el primero en desplegar un lenguaje tan violento en la política alrededor del enemigo –las dictaduras de los años 70 ya lo hicieron–, pero sí en convertirlo en el lenguaje público dominante a través de una elección democrática. Ha dado legitimidad democrática a un discurso que promete usar la violencia para acabar con los rojos. Ha llevado la democracia a una lógica suicida. No ha triunfado la democracia en Brasil, sino una promesa salvadora que ofrece una limpieza del país con sus propios métodos. Un peligrosísimo paso más allá que rompe los límites conocidos de la tradición populista. Y con Brasil, también América Latina se embarca en un experimento peligrosísimo.

(O)