La imagen de Adolfo Macías Villamar, alias Fito, esposado y flanqueado por militares rumbo a su extradición a los Estados Unidos, ha sido presentada como una victoria institucional, un hito en la lucha del Ecuador contra el crimen organizado. Y sí, la medida era necesaria, incluso urgente. Pero más allá de la imagen y el discurso oficial, emerge una verdad incómoda: el Estado ha perdido soberanía sobre su sistema de justicia penal frente a sus criminales más peligrosos.

Que Ecuador haya debido recurrir al aparato judicial estadounidense para neutralizar a su narcotraficante más emblemático no es precisamente un signo de fortaleza institucional. Es más bien el reflejo de una impotencia estructural. Fito no fue extraditado como parte de una cooperación entre pares, sino porque el Estado ecuatoriano, debilitado por la corrupción y la cooptación carcelaria, ya no puede garantizar ni un juzgamiento eficaz ni una custodia segura.

¿El que la hace la paga?

La fuga de Fito en 2024 desde una prisión de máxima seguridad, su vida en un búnker de lujo en Manta y su capacidad para seguir operando desde prisión revelan algo más que fallas logísticas. Delatan una captura parcial del Estado por parte del crimen organizado. Y cuando la única respuesta viable es transferir el problema al exterior, uno debe preguntarse: ¿puede considerarse funcional un Estado que no controla sus propias cárceles?

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La extradición se realizó bajo una narrativa oficial que bordeó la euforia. El Gobierno la presentó como un “logro histórico”, una señal de autoridad restaurada. Pero esa celebración oculta una realidad más cruda: la medida fue una corrección tardía tras una fuga que dejó en evidencia el colapso del sistema penitenciario.

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Más preocupante aún fue la reacción de ciertos sectores de la ciudadanía y de la opinión pública, que aplaudieron sin reservas, confundiendo un acto puntual con una política sostenida. Celebran la extradición como si cerrara un ciclo, cuando en realidad es apenas un giro más en la espiral de degradación institucional. Parafraseando a Hannah Arendt, las instituciones se fortalecen no cuando se aplauden gestos, sino cuando se exige coherencia. Aplaudir sin interrogarse es abdicar del deber cívico.

Extraditar a Fito, insisto, fue lo correcto. Pero también evidencia que la justicia nacional ha sido desplazada por necesidad, no por virtud. La cooperación internacional es vital, sí; pero, cuando se convierte en la única opción operativa, deja de ser herramienta y se vuelve síntoma. Tercerizar la justicia penal es delegar soberanía por colapso.

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Inseguridad imparable

El crimen organizado no se desmantela con un vuelo a Nueva York, por muy cinematográfico que resulte. Como advirtió Guillermo O’Donnell, “el crimen organizado no florece en el vacío, sino en los intersticios del poder negligente o cómplice”. Esos intersticios siguen ahí: abiertos, fértiles. Cerrarlos requiere reconstruir capacidades, depurar instituciones y recuperar la convicción de que el Estado debe ser impermeable al crimen y sus tentáculos.

La extradición de Adolfo Macías Villamar alias Fito nos devuelve, por un instante, la imagen de un Estado que actúa. Pero la pregunta de fondo persiste: ¿puede llamarse soberano un país que no puede juzgar ni encerrar a sus propios criminales sin pedir auxilio externo?

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Los derechos de los delincuentes

Habremos extraditado a un hombre. Pero no hemos resuelto el problema. Lo hemos, apenas, desplazado. (O)

René José Betancourt Cuadrado, abogado internacionalista, Quito