En el centro de Berlín me encontré con una larga fila humeante de automotores. Echaban humo hasta por las narices, los conductores pitaban, pifiaban, pero así se parasen de cabeza, no se moverían. En media calle, sentados bloqueando la vía, las manos pegadas al pavimento (literalmente pegadas, con pegamento), un grupo de activistas de “Última Generación” protestaba. Protestaban contra cosas evidentemente terribles: la contaminación del aire, la tierra y el agua; el exceso de consumo que nos ha convertido en veloces e incansables máquinas productoras de basura. Protestan estos jóvenes arriesgando la vida, porque es una cuestión de vida o muerte. Se han bautizado “Última Generación” porque es ahora o nunca, advierten, este mundo se va al diablo, repiten, ¡despierten, gente, despierten! Tiran tomates y puré contra bellos cuadros históricos en museos que son orgullo de nuestra civilización. Arrancan lágrimas de ira e incomprensión. Se dejan arrestar, no temen escandalizar: están hartos de la forma en que se están haciendo las cosas y lo dicen, y para evitar que los ignoren como solemos ignorar a las voces moderadas y sabias, para obligar al mundo a escucharlos, recurren a eso que nunca falla para despertar la curiosidad de las masas, para captar la atención de los medios: el extremismo.

En una hermosa galería comercial histórica en el centro de Leipzig, noté que el enorme árbol de Navidad de relucientes bombillos rojos estaba sepultado bajo una capa de estridente pintura naranja. “Última Generación” había hecho de las suyas, había “destruido algo tan bonito, una mínima felicidad en este mundo plagado de males”, afirmaba una furibunda pasante. Los activistas explicaron, mientras se los llevaba la policía, que el mundo verdaderamente bonito son los bosques y océanos, todas esas maravillas que estamos destruyendo con nuestro comportamiento predad… (el policía cerró la puerta de la patrulla).

He vivido lo suficiente para recordar cómo recibimos el año 2000, esa euforia con regusto apocalíptico. Ahora siento que llegamos a cada fin de año con esa misma sensación, como si viviéramos al borde del fin, al filo de la locura, atados a un caballete de tortura donde unos gritan apocalipsis y pregonan estilos de vida idealistas y sacrificados, mientras otros se refocilan en los placeres infinitos de este mundo donde todo parece estar al alcance de la mano adinerada. Y son ya demasiadas las circunstancias y geografías donde nos estamos matando entre nosotros. Me pregunto por qué nos cuesta tanto escucharnos sin llegar a los gritos, al ataque armado, a los extremos y fanatismos. Por qué esperamos a que las cosas exploten y se armen trincheras, y solo empezamos a lidiar con los conflictos cuando se han hecho ya tantos nudos que la única forma de resolverlos parecería ser cortar la cabellera de raíz. Y sin embargo son la sutileza, la sensibilidad, la sabiduría para intuir las posibilidades, son esos los espacios donde se ha escondido la esperanza. Por un 2024 donde conquistemos esos, los espacios mínimos, la serenidad de existir en el mundo y amarlo, la armonía del ser y no del tener, la paz de jugar en lugar de juzgar. (O)