Hace pocas semanas la ciudadanía acudió a las urnas para decidir qué autoridades locales gobernarían sus territorios. Culminado el proceso, los grupos políticos ganadores empiezan a mirar las próximas contiendas electorales, en las que se disputarán la Presidencia de la República y los puestos de decisión en el Poder Legislativo. En ese contexto, las posiciones extremas continúan y se evidencian activismos violentos.

Si bien es propio de la política la discrepancia –pues no se puede pretender la coincidencia absoluta–, si esta conduce a la violencia, resulta peligrosa para el funcionamiento social. El ejercicio político debe resolver problemas sociales, no acrecentarlos, como parece ser en el caso actual.

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En 1996, las Naciones Unidas identificaron las características de las acciones violentas premeditadas y las catalogaron como terroristas; en su conceptualización se pueden identificar tres aspectos: primero, son acciones que tienen por objetivo sembrar terror; segundo, colocan en su centro propósitos políticos; tercero, justifican su acción en base a una ideología.

La protesta social y la desobediencia civil son elementos legítimos para una democracia y surgen cuando sus representantes son incapaces de llevar un debate de propuestas a los senos democráticos (parlamentos). Cuando un Estado es incapaz de dialogar con quienes protestan, surgen poderes paralelos que dominan los territorios.

El ejercicio político debe resolver problemas sociales, no acrecentarlos, como parece ser en el caso actual.

Con acciones violentas muchas áreas frágiles de la economía popular caen en indefensión; así, las personas que dependen de actividades como la venta de productos, los servicios y emprendimientos, ven disminuidos sus ingresos. Turismo, educación y otros rubros pierden ingentes recursos. Pequeños emprendedores se enfrentan a la imposibilidad de planificar acciones a largo plazo, porque en entornos inestables es difícil invertir, comprometerse o emprender.

Hace poco tiempo Colombia tuvo enfrentamientos violentos y diversos estudios se empeñaron en averiguar cómo pacificar territorios. La mayoría de ellos concluyen en la necesidad de desarrollar conocimientos y fortalecimiento de la competencia política en las nuevas generaciones. Pero el tema no es tan simple, porque las nuevas generaciones necesitan referentes que encarnen esas competencias.

Diversos estudios señalan que inclusive niños menores de 7 años añoran participar en la solución de problemas que les afectan; no obstante, al avanzar los años, el deseo se ve empañado al constatar que los espacios sociales no son transparentes, sino que están dominados por unos pocos que solo favorecen sus mezquinos intereses. Como consecuencia de esa situación, el deseo de participar se apaga y la desconfianza y duda coadyuvan a consolidar el individualismo, el “sálvese quien pueda y como pueda”. La percepción de que las sociedades tienen acuerdos justos permite la fusión social y le da vida al pacto de convivencia. Cuando dicho pacto tambalea se espera que los representantes políticos desplieguen sus competencias para restablecer el tejido social. No obstante, el constatar que esos representantes medran del poder político y solo buscan su beneficio personal, termina destruyendo esperanzas presentes y futuras y lleva a la debacle social. (O)