Él era divorciado y pensaba que su destino era la soledad. Se había convencido de que su compañera de vida sería su bicicleta y el tiempo era un tema que transcurría entre el trabajo, su pasión deportiva, sus pocos amigos y visitas aleatorias a su familia. Ella era divorciada y había elegido el retiro como su hogar, sus plantas y libros eran sus fieles compañeros. El tiempo se le iba entre lecturas, trabajo y algo de deporte. Se proyectaba fuera del país y había empezado a elaborar un plan de salida.

Pero la vida siempre se ríe de los planes humanos, así que un viernes por la tarde, él llamó a su hermana para salir a comer algo, cambiar de ambiente y reírse un poco, le pidió que llame a alguien para no salir solo ellos, pero su hermana no tenía amigas solteras, así que invitó a una pareja adicional. Él insistió en que piense en alguien más y ella hizo el intento con su amiga la gruñona, quien siempre cancela los planes a última hora porque prefiere leer o le da sueño. Al invitarla tuvo que responder varias preguntas sobre el lugar, tipo de comida, hora y gente que iría. ¿Tú hermano Erick? Pero él es grande, ¿cómo así saldrá con nosotros? Fue el remate del interrogatorio de esta gruñona. Solo es una cena, le respondió su amiga para zanjar el tema. Hubo un breve silencio y luego aclaró que estaba bien, pero que ella iría en su auto. Era su estrategia para huir en caso de aburrirse.

La suerte estaba echada.

La gruñona llegó al lugar con 10 minutos de retraso y saludó a todos, pero cuando reparó en el hermano de su amiga fue como verlo por primera vez. Casi no tenía recuerdos suyos porque la diferencia de edad siempre los mantuvo lejos, pero ahí estaba él, con camisa blanca y perfectamente peinado saludándola con elegancia y separando gentilmente la silla para que ella se sentara. Por un momento, pensó en lo extraña de la situación, tomando en cuenta de que nunca habían cruzado palabra a pesar de los 34 años de amistad que tenía con su hermana. La velada transcurría con normalidad, pero hubo un momento en la noche en que parecía que el tiempo se había congelado dentro de esa mesa de seis personas y se encontraron solo ellos, mostrándose fotos desde sus cuentas de Instagram como si fuera un álbum, conversando de sus divorcios y de la vida postdivorcio, de la pandemia, de todo y nada al mismo tiempo, pero riéndose mientras compartían comida. ¿Será que la vida puede mantenernos cerca de la persona perfecta para nosotros sin permitir que la veamos hasta que sea el momento preciso? Estoy convencida de que las casualidades no existen, todo es causalidad.

Finalmente, hoy se cumple un año desde que luego de esa cena y un par de salidas con mucho diálogo, el hermano mayor de mi amiga y esta gruñona columnista, descartamos la comodidad actual de “dejar que todo fluya para ver qué pasa” y elegimos comprometernos en poner lo mejor de nosotros para que la relación funcione. No sabemos cuánto durará, pero tenemos claro que caminamos de la mano un día a la vez hacia una meta común. Corolario, ahora más que nunca, hago mía la frase de Julio Cortázar: “Andábamos sin buscarnos, pero sabiendo que andábamos para encontrarnos”. (O)

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