Es fin de semana. Las costas ecuatorianas, golpeadas por un aguaje inesperado, son asoladas por olas imponentes, devastadoras. A su paso, todo se rinde, dejando asombro y desolación. La imagen evoca el estado del país, sacudido por realidades igualmente desequilibrantes. Entre ellas, la desaparición forzada de cuatro menores, una tragedia que refleja el desgarramiento de un tejido social roto.
El impacto de estos hechos no solo lacera a las familias, amistades y comunidades cercanas, sino que golpea el alma colectiva de la nación. Nos confronta con la urgencia de un renacer que trascienda el dolor y abrace la transformación. El año que iniciamos, marcado por una fecha que es tan solo una convención humana, se presenta como un semáforo amarillo que nos invita a detenernos, observar lo que dejamos atrás y decidir quiénes queremos ser, como individuos y como sociedad.
Reordenar el caos es indispensable. Nos corresponde mirar de frente nuestras heridas y las ruinas de una sociedad que implosiona sobre sí misma. Reconocer el dolor, aprender de los fracasos y rescatar las relaciones y conexiones que guían nuestra ruta. Si asumimos este reto, si actuamos para sanar, honramos a las víctimas y resistimos de la manera más poderosa: convirtiendo el trauma en un compromiso colectivo para que, hechos como las desapariciones, los secuestros y las muertes no se repitan. Tampoco la corrupción, la impunidad ni la inequidad.
No permitiremos que nos arrebaten la alegría ni la esperanza. Este día, símbolo de nuestros sueños más profundos, nos da aliento para seguir adelante. Sabemos que no cambiaremos el mundo de inmediato, pero podemos cambiar nuestra forma de mirarlo y de vivirlo. Podemos y debemos ser creadores de sentido. En las páginas blancas del futuro, no permitamos que otros escriban nuestro guion.
Leyendo Sobrenatural, de Joe Dispenza, encontré una información que interpela. Científicos del proyecto Conciencia Global de la Universidad de Princeton estudiaron el impacto mundial del ataque a las Torres Gemelas. Descubrieron que la reacción emocional de dolor fue tan poderosa que afectó el campo magnético de la Tierra, como si fuera un terremoto. Esto nos invita a preguntarnos: ¿qué podría suceder si comunidades enteras, sin dejar sus responsabilidades diarias, se conectaran desde la meditación, la oración o ese encuentro profundo con el amor y la unidad esencial de lo que somos? Desde ese núcleo luminoso, como un diamante entre las sombras de nuestras neblinas humanas, podríamos interceder por la paz, la justicia y la equidad. Seguramente, los cambios serían profundos.
Destruir es fácil; construir exige propósito, conciencia, humanidad y esperanza. Aunque el dolor sea real, también lo son la alegría, el amor y la capacidad de transformación que han acompañado a la humanidad incluso en sus horas más amargas.
Que este año nuevo nos traiga buenas noticias, realizaciones significativas, el cuidado mutuo y la capacidad de mirar el futuro con orgullo y esperanza. Construyamos desde la conciencia de que cada acción cuenta, cada gesto de solidaridad ilumina. En nuestras manos está el poder de ser agentes de cambio, artesanos de un nuevo tejido social más justo y más humano, donde el amor venza al miedo. (O)