La semana pasada, por decisión del socialcristianismo, el correísmo y Pachakutik, la Asamblea Nacional no pudo rendirle un homenaje a Fernando Villavicencio a un año de su muerte. Parece increíble. Después de todo, si los asambleístas le dedicaron tiempo para rendirle homenaje al bizcocho, manjar y queso de hoja, resultó inexplicable esta negativa. Pero, por otro lado, también es verdad que para muchos asambleístas habría sido una tortura asistir a una sesión dedicada a rendirle homenaje a Villavicencio. ¿Qué habrían hecho los correístas que tienen a sus jefes sentenciados por corruptos precisamente por las denuncias de Villavicencio? ¿Cómo habrían reaccionado los asambleístas socialcristianos si uno de sus líderes más connotados hoy duerme en la Roca acusado de liderar una la que es probablemente la más grande y sofisticada red de corrupción judicial? ¿Y qué habrían dicho los simpatizantes de Pachakutik si una asambleísta de ese movimiento meses atrás aconsejó públicamente a sus coidearios que cuando roben lo hagan bien para que nadie los descubra? En el fondo, pensándolo bien, quizás fue mejor que la Asamblea no le rinda homenaje a Villavicencio.

Su asesinato fue uno de los crímenes más execrables que registra nuestra historia. Asesinaron a un político que había dedicado buena parte de su vida a desnudar a la caterva de delincuentes que se han enquistado en los pasillos del poder. Si hoy las familias lloran la muerte de sus seres queridos en manos de sicarios, si hoy matan sin piedad a quienes van a un restaurante o caminan por un parque o si hay madres que sufren porque tienen hijos adictos a las drogas o emprendedores que no pueden trabajar por la inseguridad, no es tanto por falta de policías y militares en las calles, como creen algunos. No, ello sucede porque el correísmo y sus aliados, antiguos y nuevos, corrompieron, con escasas excepciones, al sistema judicial hasta la médula. Un país donde los jueces reciben órdenes de políticos, de ministros, alcaldes o diputados termina siendo fácil presa del crimen organizado. Eso pasó en México. Y eso nos está pasando a nosotros.

Villavicencio se convirtió en una amenaza para gente muy poderosa, no nos engañemos. Su asesinato produjo seguramente un alivio en ellos. Pero fue una tragedia, no solo para su familia, especialmente sus hijas, y allegados, sino para nuestro país. Fue un crimen que profundizó la única diferencia que hoy debería dividirnos en política, la que separa a la decencia de la delincuencia. En una sociedad que vive adormentada por la fugacidad de las imágenes y la frivolidad del espectáculo, liderada por una élite que en buena parte es tan mediocre como deshonesta, no hay lugar para un sentido heroico de la vida que reivindique nuestra humanidad. Eso fue lo que a su modo intentó hacer Villavicencio con su vida. Y por eso buscan ahora borrarlo de nuestra memoria. En el Ecuador de hoy, controlado por mafias, no hay espacio para gente como él; hay que eliminarlos física o políticamente.

Los asesinos de Villavicencio erraron al pensar que con su muerte sus denuncias se olvidarían. Todo lo contrario. Ellas se confirman día a día. Lejos de descansar en paz, parece que Villavicencio sigue luchando desde su tumba. No, no fue por gusto que la Asamblea se negó a rendirle homenaje. (O)